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Foto contigo

Hola, amigas y amigos de Contigo. Nadie ha podido calcular a ciencia cierta la ecuación del enamoramiento, el momento y la causa de que, de pronto, unos ojos dejen de ser solo unos ojos, y una sonrisa, tan efímera y leve, se convierta en el centro del mundo.

Algunos hablan de química y olores, pero para otros el momento viene de la mano de gestos, de simples situaciones, de flores a destiempo, de temblores de frío, de una palabra dicha o no, de un recuerdo.

Para otros, puede entrar por la cocina…

Cocinando desnudos… (I)

(...) Las mujeres nos impresionamos con los hombres entendidos en comida, cosa que no ocurre al revés. Un hombre que cocina es sexy, la mujer no, tal vez porque recuerda demasiado el arquetipo doméstico. El contraste y la sorpresa son eróticos: una muchacha vestida de pandillero y acaballada sobre una motocicleta puede resultar excitante, en cambio un hombre en la misma situación es sólo un macho ridículo. Yo jamás admito que sé cocinar, es fatal. Mi amiga Hannah, compositora de esa música de la Nueva Era que se escucha en clínicas de belleza y consultorios dentales, y su último marido, son buen ejemplo de lo que sostengo. Durante un breve tiempo de soltería después de su tercer divorcio, Hannah contestó uno de esos avisos clasificados del periódico para buscar pareja.

Por teléfono el hombre parecía perfecto: se ganaba la vida entrenando perros para ciegos y había ido como voluntario a construir escuelas en Guatemala, donde una bala perdida le voló una oreja. Mi amiga, inexperta en avisos personales y algo desesperada, lo invitó a cenar antes de verlo. (Ni se le ocurra: las citas a ciegas son muy peligrosas.) Lo apropiado en estos casos es un breve encuentro en un sitio neutro del cual ambos puedan escapar con dignidad, jamás una comida a solas que puede convertirse en un largo martirio. Ella esperaba una versión madura del Che Guevara, pero llegó una réplica de Vincent van Gogh.

Nada tiene ella contra la pintura impresionista, a pesar de que prefiere motivos astrológicos para sus paredes, pero aquel desconocido con los pelos color zanahoria y ojos despavoridos fue una desilusión. Se arrepintió apenas lo vio. En fin, ya estaba allí y no era cosa de cerrarle la puerta en las narices por cuestión de una oreja más o menos. Mi amiga no estaba en condiciones de ponerse quisquillosa por menudencias, pero ese hombrecillo era peor de lo imaginado en sus solitarias pesadillas.

(Continuará…)