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Hola, amigas y amigos de Contigo. La semana pasada trajimos hasta esta columna, las palabras maravillosas de una crónica de Reynaldo Cedeño, que continuamos esta semana: nostalgias para todos los gustos, belleza a la carta.

papapobres

Mamá Yoya y Papá Luis

(…)

En el patio armábamos nuestro juego, nos montábamos un bazar con los tesoros del sótano, imaginábamos calles y comercios. Cuando me toco la frente, vuelve esa época: una lata llena de pintura solidificada con el tiempo -sabe Dios cuánto-, lanzada sin querer, fue a dar justo en mi cabeza. Tremenda la algazara de todas las mujeres de la familia, y la pequeña hendidura en el lado derecho de mi frente, que allí sigue.

Si Papá Luis era la semilla, mi bisabuela era la tierra. Sus nombres eran pronunciados por lo bajo, como si demasiada voz para nombrarles fuera ya un desatino. Ella decía palabras que me parecían antiguas como bacinilla y aspaviento, alebrestado y colegio. Tenía el color del trigo y en su cabello brillaba siempre una peineta. Era la madre de todos, Mamá Gregoria, Mamá Yoya.

Nadie se atrevía a pasar sin reverenciarla. Sabía todo lo que pasaba sin moverse del asiento, porque echaba a correr sus años de ventaja. Si te ponía la mano en la cabeza, sabía que estabas bendecido; si te abrazaba, estabas protegido. Así debieron ser los abrazos que daban las madres antiguas a sus hijos cuando partían a la guerra, o a componer la vida cotidiana que es otra guerra nada despreciable.

Fue mi abuela Ana quien los sostuvo en su lenta caída.

Una fotografía de Mamá Yoya y Papá Luis presidía la sala. Jovenazos, como nunca les vi. Siguieron vigilantes desde su puesto, hasta mucho después de haberse ido. Nunca le faltaron las flores, y no hubo quien los quitara, no fuera a desgajarse la casa tabla por tabla, o a quebrarse los troncos de sus cuatro costados, agotados de pronto por la lluvia, los años, las hormigas...

Lo que más me gustaba de aquella casa encantada y gigante, en San Luis de las Enramadas, de aquella casona, era la lluvia. Las gotas caían sobre el zinc, primero unos toques, y luego, sobrevenía la arremetida del aguacero. Aquella música bajaba por las vigas y las maderas, el sonido metálico se convertía en un murmullo. Sobrevenía entonces una pesadez dulce, un letargo. El aire húmedo, procuraba abrigo y allá me iba a la cama, a cerrar los ojos, y a soñar.

El techo de la casa de los abuelos era mágico.

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