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Hubo un silencio y luego gritos, chiflidos, y de nuevo silencio, otros aplausos, y ruido de sillas, mesas, puertas…, y nada de nuevo, algarabía entonces, y el silente estallido de los abrazos. Lo mismo una y otra vez, hasta que, definitivamente, Cuba fue feliz.

 

En unos minutos, anuncios que lo cambian todo en la voz de un Raúl Castro Ruz vestido de militar y custodiado por otros hombres que, antes que él, trocaron el rumbo de la historia.

 

Regresan los tres cubanos presos en Los Estados Unidos, se libera al norteamericano Alan Gross, se reestablecen relaciones diplomáticas rotas desde enero de 1961, se habla de entendimiento y de respeto al otro, de necesidad de que cese el bloqueo, de que estamos dispuestos a conversar sobre todos los temas en pos de la normalización total de las relaciones entre ambos países, se agradece al Vaticano, especialmente al Papa Francisco y a Canadá, por alentar y facilitar las conversaciones de alto nivel, y que debemos aprender el arte de convivir de manera civilizada.

 

Y Cuba estalla. La gente sale a compartir y, quizás, a pellizcarse. Todo es importante en la alocución presidencial, pero la gente solo grita que volvieron, que Fidel tenía razón cuando le aseguró a los millones que lo veían y escuchaban en aquel junio de 2001, que los Cinco cubanos presos en Los Estados Unidos por infiltrarse en organizaciones terroristas anticubanas, volverían.

 

Es, además, un día significativo para muchos cubanos. Día de San Lázaro, Babalú ayé según el sincretismo religioso que nos parieron los siglos de convivencia entre negros y blancos, y la gente da gracias y hace notar el milagro que bien podría ser cosa del viejo.

 

“Una lucha menos”, dice una vecina. “Van a pasar el fin de año con la familia”, hace notar un hombre, y así la gente comienza a pensar en la trascendencia privada de ese regreso, el más esperado desde aquel del niño que lo comenzó todo.

 

Porque es inevitable pensar en la familia. Mi primera imagen fue Adriana, y su historia de amor con un Gerardo que siempre se ganaba nuestra sonrisa, pero también Elizabeth, la esposa de Ramón, a quien vimos crecerse en nuestra tierra, sacudiéndose la nostalgia y los dolores mientras explicaba, paso por paso, el camino al infierno del hombre que ama.

 

Luego, pensé en Tony, y en su madre anciana, y sus hijos a quienes les habló durante 16 años por cartas, del amor, de las relaciones, del estudio, de su vida, de por qué no podía dar los consejos en persona, tratando de explicar el coraje.

 

Y en los que ya estaban aquí, en Fernando y René, porque ahora son, definitivamente, libres.