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1mama me quiereSe es madre desde antes de ser madre. O por lo menos es posible serlo desde la constancia del hijo en el vientre, desde antes de los huesos menudos visibles en el ultrasonido, del sonido del corazón que es como una música que nunca se olvida, de las patadas en medio de la noche.

Se es madre desde antes de las malas noches de llanto y sábanas mojadas, en la ansiedad ante cada examen durante los nueve meses de vientre hinchado, en los dolores de espalda y los pies cansados solo de estar pegados al cuerpo.

Aunque la graduación es cuando, por primera vez, miramos el rostro de los únicos seres que son el real amor de nuestras vidas y quedamos prendadas para siempre, perdidas de esa versión de nosotras que éramos antes.

Una vez que se es madre, lo eres por toda la vida. No importa dónde estés ni dónde estén tus hijos. Más estado del alma que condición biológica o permanencia que no se acaba nunca, más bien se multiplica con los nietos, con los biznietos, los de sangre y esos otros que nos endilga la vida.

Un antes y un después, nada que ver el uno con el otro. Después de tanta sensibilidad y de empatía, después de no quedarse quieta ante el llanto de un niño así no sea el tuyo, como si ser madre fuera una condición cósmica, más allá de la sangre y la genética acompañante: la madre de uno, la madre de todos. Sin dolor, sin alegría lo suficientemente ajena.

Un luego también de sufrimiento. Uno no termina de sufrir nunca por los hijos, me dijo alguien una vez y no lo entendí hasta que fui madre yo misma. Todo nos duele, como si por medio de algún pacto hubiéramos pedido sentir en carne propia el dolor de nuestra progenie y ello se perpetuara por siglos, se ramificara por la tierra.

Nos duelen los dientes y los gases. Nos duele el pecho apretado y los mocos. El dedo magullado con la puerta, la barbilla rota, el cuerpo caliente, los ojos rojos y pegados al despertar, los bichitos procreando entre la cabellera, los roces con la muerte, con el adiós, con las pérdidas. Dónde está el gato. Dónde la abuela. Dónde el juguete preferido.

Pero nadie puede decir que no seamos felices. Tenemos, para ser justas, material de sobra, infartos de alegría que nuestros pequeños nos suministran de a poco. La primera sonrisa de sus ojos que todavía no distinguen más que sombras, sus dedos jugando a apretar, el diente haciendo sangre el pezón, el gas que sale a tiempo, el primer pasito, el primer te quiero, el dibujo hecho especialmente para alegrarnos el día...

Si algo han de decir, que digan que somos madres, y habrán dicho todo.

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