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crimen de barbados

En septiembre de 1976 un agente de la CIA radicado en Venezuela escribió a Henry Kissinger, entonces secretario de Estado de los Estados Unidos, las palabras pronunciadas por Orlando Bosch en una cena de celebración a su labor como destacado combatiente anticomunista: “Ahora que hemos salido bien del trabajo (asesinato) de Letelier *, vamos a hacer algunas otras cosas”.

Un mes después estallarían las bombas que sentenciaron la vida de cincuenta y siete cubanos en el vuelo CU-455 de Cubana de Aviación que había hecho escala en Barbados. El crimen estuvo precedido por una serie de ataques terroristas a barcos pesqueros y las sedes diplomáticas cubanas en México, Panamá, Colombia y Venezuela, así como la misión en la Organización de Naciones Unidas (ONU).

Aquel seis de octubre, al terrible estruendo del explosivo C-4 siguió el grito desesperado: ¡Eso es peor! ¡Pégate al agua Felo, pégate al agua! Cuarenta y cinco años han transcurrido desde entonces y Cuba no olvida aquella voz.

Los sonidos distorsionados registran la desesperación. La tripulación se mantuvo firme, intentando maniobrar para salvar las vidas. Eran las 12:23 am cuando estalló la primera bomba. Cuatro minutos después la segunda, ubicada en el baño trasero, que derribaría por completo el avión.

Tres guantanameros murieron en aquel atentado financiado por la CIA. Ramón Infante García y Juan Duany, integrantes del Equipo Nacional de Esgrima que regresaba victorioso de los IV Juegos Centroamericanos y del Caribe. También se encontraba Martí Suárez Sánchez, supervisor de tráfico aéreo internacional.

Los rostros de sus familiares reflejan el dolor de una pérdida irreparable. Ya nada ni nadie puede traerlos de vuelta. En el dolor, Cuba les honra.

Ramón Infante era el menor de cinco hermanos. “Un intrépido joven que quería saberlo todo, y lo mismo indagaba en la electricidad que en la medicina, operando ranas y lagartos en su “laboratorio” al final de la casa, pero en el fondo era un hombre de profundos sentimientos humanos y amor por la familia”, cuenta Libertad Infante García, su hermana.

“Desde la adolescencia trabajó para ayudar en la casa; hasta que viajó a la capital para integrar el equipo nacional. Aun así aportaba en todo lo que podía. En La Habana, trabajó como profesor voluntario en el Instituto Vocacional de Ciencias Exactas Vladimir Ilich Lenin”, añadió.

Pero la alegría del campeón se apagó para siempre a sus 27 años. Su hermana y su madre Haydée García recibieron la noticia del atentado terrorista mientras lo esperaban de regreso. Lili intenta describir el momento, pero no puede.

Su rostro se inunda de lágrimas cuando recuerda a Monchi, como le llamaban. Mas resiste el llanto y agrega: “Ramón se había casado el 25 de septiembre. Su esposa estaba embarazada”.

Por su parte, Juan (Jabao) Duany era otro tipo de persona, de esas que animan de solo verlo. Cuentan sus vecinos del barrio guantanamero La Caoba que tenía la cara llena de pecas y el pelo rizado.

En los archivos de la prensa de la época se le describe como intranquilo y acelerao. Toda una explosión encima de la pista.

Entre asalto y asalto –describe Narciso Fernández Ramírez, desde Santa Clara- “el Jabao aprovechaba para fumar a escondidas en los baños del hermoso edificio de Prado y Trocadero, lugar donde competíamos. Explicaba que solo lo hacía para calmar la ansiedad de la competencia.”

“Eso sí, ¡qué clase de rapidez en el ataque y qué clase de fintas!”, afirma el villaclareño.

Y es que el joven Duany era el más explosivo de los sablistas de la esgrima, hasta que el terrorismo le arrebató sus triunfos, y su vida.

Mientras, Martí Suárez Sánchez tenía apenas treinta años, pero la responsabilidad y el coraje demostrados lo convirtieron, desde 1966, en trabajador de Cubana de Aviación, donde ocupó varias responsabilidades, hasta llegar a supervisor de tráfico internacional.

No se podía esperar menos de un hombre que, desde los 11 años de edad colaboraba con el Movimiento 26 de Julio llevando medicinas y mensajes a los rebeldes en Río Verde. No pudo ser soldado entonces, tenía muy poca edad.

Pero en cuanto “cogió peso” ingresó en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, donde sirvió en varias unidades militares. Pasó cursos de artillería antiaérea, obteniendo el primer expediente. Y allí, en la base aérea de Baracoa, donde sirvió durante la crisis de Octubre, cuando Cuba convocó a sus hijos con corneta de alerta. Martí –valga en el nombre la coincidencia- era todo un patriota.

Guantánamo no ha olvidado a estos hijos. Cada octubre les rinde homenaje y reclama que los criminales paguen por sus actos. Pero la justicia no se ha inclinado a favor de las víctimas del crimen y sus familiares.

Orlando Bosch, Freddy Lugo y Hernán Ricardo lo dijeron todo, detalle a detalle, sobre la preparación de los explosivos. Sus palabras aparecen recogidas en el libro Pusimos la bomba ¿y qué?, de la periodista venezolana Alicia Herrera.

Pero como suele pasar cuando son el poder, el dinero y el gobierno de los Estados Unidos los autores de hechos sangrientos, los responsables del crimen de Barbados nunca pagaron.

George Busch (padre), entonces Director de la CIA, llegó a ser presidente de los Estados Unidos. Henry Kissinger suma entre sus logros un premio Nobel de la Paz. Los sicarios Ricardo y Lugo, responsables materiales, recibieron sanción diez años después de crimen, pero luego fueron liberados porque se destruyeron las pruebas que servían de base a la acusación. Orlando Bosch murió en abril de 2011 en su casa de Miami; y Posada Carriles hasta su fallecimiento el 23 de mayo de 2018, también en Miami, vivió libre amparado por la Fundación Cubano Americana (FNCA) como su más prominente hijo.