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rubio leon

“Le vamos a poner tu nombre”, le dijeron, en premio a haber descubierto aquella criatura. Fue así que Anolis Anfiloquioi se registró en la lista oficial de especies de lagartos cubanos, y que Ruperto Anfiloquio “El Rubio” Suárez Castellanos sumó otro mérito a la carrera de un enamorado de la fauna convertido en naturalista.

Él había visto el lagarto por primera vez a los 14 años. No fue algo relevante, pero el hombre que reencontró el animal mucho después ya tenía fama como ferviente defensor de la naturaleza, y la comunidad científica cubana se había fijado en él.

Este vínculo del Rubio con la fauna había comenzado bien temprano y de manera clásica en las familias de campo. Según reveló varias veces, “yo le pedía a mi abuela “un pollito para criarlo a mano´”, tal vez porque “de niño nunca tuve un juguete”.

La vida de la familia transcurría en La Poa, a 7 kilómetros de la ciudad de Baracoa.Una extensa finca facilitaba las aventuras y el deslumbramiento de aquel muchacho al que cierto día un animal le transformó las emociones.

Porfiada obsesión

En los años 30 del pasado siglo el circo Santos y Artigas era uno de los más populares de Cuba. Había nacido en La Habana de 1916, y junto a otros como el Montalvo y el Pubillones se disputaban el público y el alcance de sus funciones.

Santos y Artigas se arriesgaron a llegar con su carpa en 1936 a la región de Baracoa, entonces sin carretera. Lo que pudo parecer insólito no sería desaprovechado por la población de un lugar donde se habían presentado artistas de relieve nacional, siempre con buena acogida.

Entre los entusiastas de las funciones circenses un joven soñaba con ver un león. Había ahorrado 10 centavos con el pago ocasional que recibía por ayudar en una carnicería, y cuando la policía lo sacó de un atestado extremo de la carpa por creer que junto a sus amigos disfrutaba sin haber pagado, la frustración le hizo prometer que algún día él también tendría al mal llamado rey de la selva al alcance más que de la vista, de la mano.

Pasados treinta y cuatro años el Rubio no cabía en sí mismo. Tenía en el patio de su casa a Baracoa, nombre del primero de los siete leones que poseyó en distintas etapas. La curiosidad de la gente por comprobar que un ejemplar del rey de las sabanas “mansitico, como mi mujer” habitaba en una  propiedad familiar era incesante, y la posibilidad de ver gratis al felino de cerca le dio a la finca un atractivo especial.

Una familia en grande

Cuando no había cristalizado el sueño del baracoense que profetizó llevar hasta su predio un ejemplar del más feroz de los felinos, fue noticia en La Poa y sus alrededores que, en cambio, el obstinado hombre reunía los animales necesarios para instalar un microzoológico a solo metros de donde vivía.

Ejemplares de mono, ardilla y tucán traídos en barco desde naciones vecinas de Cuba por gestión de un tío marinero eran enjaulados y cambiaban la vida de Anfiloquio, que junto a un sobrino ya había capturado diversas clases de palomas para ampliar aquella singular muestra.

Todo iba sobre ruedas. La tenencia de animales necesitó de un intercambio de estos que enroló incluso al entonces presidente de la República, Fulgencio Batista y Zaldívar, quien conoció a Anfiloquio en julio de 1954 en ocasión de la visita del mandatario a Baracoa para defender la imagen del Patronato de Rehabilitación Económica, concebido para agrupar a los campesinos por regiones y facilitar créditos de ayuda  cobrados luego con respaldo productivo.

En las previsiones la finca de los Suárez era ideal para sembrar café y cacao. Por si fuera poco, Batista mandó a construirle una casa de mampostería al emprendedor amante de la fauna, residente en una morada con desfavorable estado tras el paso del ciclón Hilda por la zona. Nadie imaginaba la próxima tormenta.

Aires de cambio

Hace algo más de medio siglo fue difícil ignorar la existencia de los rebeldes que combatían en la Sierra Maestra contra la autocracia de turno. Los combatientes ganaban en simpatía y colaboradores, contexto no ajeno al Rubio que en Santiago de Cuba entró al cuartel Moncada y se conmovió.

“Sentí cómo golpeaban y torturaban a un joven. Pensé que aquello podían hacérselo a cualquiera, y decidí sumarme a la lucha contra la dictadura”, confesó una vez.

Las montañas de Baracoa lo acogieron como el primer alzado en la región. El nuevo integrante de la columna 18 Antonio López Fernández, del II Frente Oriental Frank País se fue con la familia, porque un irascible Batista envió soldados a destruir la casa que antes había ordenado construirle. La furia trastornó a los animales, que libres y en desbandada escogieron derrotero, incluidas viviendas de vecinos no muy próximas al lugar.

Para reparar la pérdida, el afectado esperó el fin de la guerra de liberación y regresó del abrupto Caujerí con un botín que solo podía ser suyo: una suma de caos y cotorras mantenidos durante meses bajo estricta vigilancia en una mata de guayaba.

Otro gran sueño

“Le regalé un zoológico a los niños”, le gustaba decir a Anfiloquio para gratificar su coronado afán de que los pequeños de las familias baracoenses tuvieran un parque donde poder apreciar los mismos ejemplares de fauna que durante tanto tiempo él tuvo en el segundo microzoológico del patio de su casa.

En ese otro gran sueño personal se había sumergido a todo pulmón. Pidió ayuda y convenció a todo quien debía de que en territorio de la Primera Villa de Cuba podía haber un zoológico, sobre todo a partir de la donación al Estado de casi todos sus animales, incluidos 8 cocodrilos y un almiquí.

Entonces compró pájaros, jaulas, tela metálica. “Me lo gasté todo”, decía resuelto y satisfecho. En compensación, le dieron la posibilidad de escoger la finca donde estaría el parque, y también, como previsión, sugerir quién debía administrarlo.

Julio de 1985 resaltó más que nunca las Tetas de Santa Teresa, en Baracoa. En una de las fracciones de sus bases se erigió el zoológico del municipio y la mayoría de los pobladores vio por primera vez aquí monos, un ejemplar de león, leopardo, hipopótamo, rinoceronte y decenas de representantes de las aves, entre ellas el ñandú.

Para toda la vida

“El Rubio” Suárez ya no necesitaba fama cuando a principios del siglo XX compartía sus apacibles días con Julia Quintero Urgellés, la segunda esposa, y atendía los animales que tenía sueltos en su finca.

Eran leyenda su microzoológico y su mérito de ser el primero en el mundo en reproducir la cotorra o perico en cautiverio, suceso que atrajo a su casa a científicos de países socialistas y de los Estados Unidos, entre ellos el jefe del Zoológico de Washington.

No menos proverbial era su papel de guía de la expedición que en 1972 encontró el almiquí en los casi impenetrables Cedrones de Duaba tras 11 años de búsqueda, hecho que afianzó la estima hacia él de personalidades como el naturalista cubano y amigo Antonio Núñez Jiménez -a quien le inspiró un libro sin concluir-, y respaldaron declararlo Miembro de Honor de la Sociedad Cubana de Ciencias Biológicas.

Ajeno a la gloria y de buen humor, como siempre fue, el anciano de 87 años se satisfacía del legado que dejaba en dos sobrinos criadores de aves, y se jactaba como niño de haber aguantado varios azotes al corazón y los pulmones. Las grietas en el primero de esos órganos, demasiado grandes, exigieron el 6 de agosto de 2002 un adiós definitivo al rey de los animales en Cuba, un calificativo que nadie legitima, aunque tampoco niega la historia.