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Magdalena Menasses Rovenskaya

En el patio A, hilera 18, del Cementerio Municipal de Baracoa está la tumba 266, donde descansan los restos de la más universal de todas las baracoenses: Magdalena Menassés Rovenskaya, como la llamaron cuando apenas traspasaba la pubertad y se unió de por vida a Albert Menassés, el hombre que a la postre la llevaría a un lugar del mundo para ella inimaginado: Nuestra Señora de la Asunción.

Eso ocurriría muchos años después de la Revolución de Octubre, acontecimiento que marcó el destino de esa rubia de mirada azul, nacida en 1911 en Siberia y quien trascendería a los patronímicos natales y artísticos para convertirse en La Rusa, enigmática mujer llena de fantasías que la cubrirían de un halo de espía con aroma de Mata Hari.

La violencia de San Petersburgo en 1917 le trazó el futuro. Su padre Alexander, militar y asesor del Zar de toda Rusia, fue ejecutado al igual que buena parte de su aristocrática familia, cuando la revolución protagonizaba su primer acto: la destrucción del viejo régimen.

Sólo ella y su madre Ana lograron escapar y encontraron refugio en la zona montañosa del Cáucaso. Tenía 6 años cuando comenzó inútilmente a huir de la Revolución.

En 1924, casada por poder llegó a Constantinopla, donde se unió a Albert, diplomático ruso en Turquía, con el cual iniciaría un peregrinaje por Java, Italia, Francia y finalmente Cuba, la verdadera tierra de su leyenda.

París le abrió las puertas al matrimonio: Albert negoció con joyas y ella con el mote de Mima exhibió sus cualidades de bailarina, pianista y soprano, cuyo lirismo le gana importantes espacios: el Gran Teatro de la Opera, en Francia; la Opera de Milán, en Italia; Las Palmas, de Gran Canaria y Madrid, España.

La década del 30 en Cuba toca a sus puertas parisinas. Albert a la muerte del padre asume los negocios de la familia en el área caribeña y viajan a la Habana. Él atiende sus asuntos, ella conoce la Acera del Louvre y la intelectualidad cubana de la época. Su amplia cultura se lustra más con el conocimiento de muchos idiomas: ruso, alemán, francés, italiano, portugués y español.

Da conciertos, pero corren tiempos de crisis económica. Baracoa, alejada de los centros más civilizados, sortea esa depresión pues está inmersa en el boom bananero y la ampara el esplendor del comercio a través de compañías norteamericanas. Hacia allí se dirige Albert, monta negocios con joyas, tenería, bar restaurante y compra una finca. Ella lo sigue más tarde. Baracoa ejerce su embrujo sobre esta mujer que a su vez hechiza a los pobladores. Echa raíces y en 1944 se acoge a la ciudadanía cubana.

Cuatro años más tarde abandonan gran parte de los negocios y le roban a la costa un espacio lleno de tuna y uvas caletas, y frente al Caribe, erigen su hotel, terminado en 1953 con el nombre de Miramar, sitio que va a centrar la vida de la ciudad: a él llegan comerciantes norteamericanos que residen en la Base Naval de Guantánamo o Nicaro.

La prosperidad individual no la hace cambiar. Se identifica con los jóvenes que combaten la tiranía de Fulgencio Batista desde 1953. Los ayuda con dinero, medicinas y así termina involucrada con el proceso revolucionario que tiene el mismo sello del que huyó a principios del Siglo XX.

En el registro de alojamiento del hotel La Rusa, como definitivamente el pueblo lo denominó, aparecen nombres como los de Fidel Castro, Celia Sánchez y Antonio Núñez Jiménez. Otras personalidades visitaron el local y entre las más relevantes están Ernesto Ché Guevara, Raúl Castro, Vilma Espín y Aleida Guevara.

Nunca salió de Cuba, testifica René Frómeta Jiménez, su hijo adoptivo; incluso cuando es invitada a la URSS responde: “para qué viajar a la Unión Soviética si de allá sólo tengo malos recuerdos, me siento bien en mi patria chica, aplatanada en Baracoa”.

Vivió sólo trece años en Rusia y unos seis “viajando mucho en busca de un lugar en donde pararnos” como declara Mima en la revista Cuba Internacional, el resto del tiempo lo vive en la Isla, principalmente en Baracoa, a cuya tierra dedicó más de dos terceras partes de su existencia.

Magdalena, tras el Primero de Enero de 1959, se enroló en el proceso revolucionario como una cubana más. Fue miliciana, federada, cederista; donó joyas, oro, plata, 25 mil dólares y el hotel que hoy distingue y marca una etapa de la historia de la Primera Villa de la Isla de Cuba en la que inscribió su nombre como una de las más universales de las mujeres de Baracoa.

Murió el 5 de septiembre de 1978, pero para entonces, como un epitafio había declarado: “Yo no sé la edad que llevo porque a mí el tiempo no me importa; lo único que sé es que voy perdiendo la belleza; la vida es ganar y perder, y muchas veces se pierde para ganar. Yo he perdido mucho; el otro día quise decir florero en mi idioma y no hallé la palabra rusa, pero gané una Revolución hermosísima”.

(Tomado del libro Baracoa: Más allá de La Farola, publicado en 2013 por la editorial El Mar y la Montaña)