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edificio chapuceriaImagen ilustrativa

¿Cómo es posible hacer las cosas tan mal? Todos nos hemos hecho más de una vez esa pregunta. Y no sé si le abrimos la puerta o si forzó la entrada, pero, como en casa propia, Doña Chapucería se ha instalado cómodamente en nuestras vidas y, desde hace un rato largo, sufrirla y hacerla padecer a otros es el pan de cada día.

Dondequiera está: en la improvisación, la incompetencia, la falta de control y exigencia, los incumplimientos, el facilismo, la desidia, la burocracia y sus dislates, los maratones y su “matando y salando”, las violaciones de cuanta norma vela por la calidad, las consignas huecas, las frases que nada dicen, las justificaciones que a nadie convencen, el formalismo, la inercia.

Está en el molote y la bulla que llamamos recreación; las obras recién entregadas que deben cerrar por reparación, y las que jamás consiguen ser ni parecer terminadas; el “corta y pega” en las tareas escolares; el enseñar y estudiar para aprobar, no para aprender; el yeso mal colocado que eterniza una fractura; la crianza negligente de los hijos; los errores y demoras al expedir un documento oficial; el taller de reparaciones que añade problemas a un equipo…

Podrían llenarse páginas, libros enteros. De la chapuza y de los chapuceros no hay ámbito, profesión, oficio, nada que escape. El periodismo, por ejemplo, exige inmediatez, y la premura y ese afán de dar el “palo”, pueden llevarnos a cometer enormes pifias.

De la necesidad de cuidar la redacción, releer lo escrito y verificar cada dato, hablaba tiempo atrás a un muy joven colega, a quien le habían señalado un error, que pudo evitar, de atender más a lo que hacía. Jamás olvidaré su respuesta: “Hay que dejarle algo al editor. Que trabaje también, que para eso le pagan, y más que a nosotros”.

Sirvan de material de estudio sus palabras. Chapucería es cualquier obra realizada sin arte ni esmero, por desconocimiento, inexperiencia, ineptitud, apremio, o lo que es peor, por indiferencia, pereza y hasta de mala fe.

La larga convivencia ha terminado por convertirla en hábito, nos acostumbramos a prescindir del buen gusto y lo bien hecho, e igual de comunes se han vuelto pretextos y excusas, muchas veces con la escasa remuneración como disculpa.

“Que paguen más, si lo quieren mejor”, alegan impúdicos no pocos chapuceros. “Por ese salario, bastante hacen”, justifica más de una víctima, compasiva y resignada, y pareciera que es Don Dinero quien puede devolverlo todo a su sitio, incluida esa calidad de la que tanto hablamos y que tanto sacrificamos.

Eso es un espejismo. La chapucería lleva más tiempo con nosotros que los salarios deprimidos. Por otra parte, ¿cuántos chapuceros no hay, también, entre los trabajadores del sector no estatal, que ponen precio a sus productos y servicios?

¿Quién no quiere mejor sueldo y, sobre todo, que aumenten sus ingresos reales? Pero, ¿cuánto valen el amor a lo que se hace y el gusto por hacerlo bien, la alegría de saberse útil? ¿Qué precio tienen el orgullo profesional, el sentido del honor, el deber y la responsabilidad, la dignidad, el respeto a los demás y a uno mismo?

Hablo de valores invaluables, a los que no podemos renunciar, ni esperar por la bonanza económica para reivindicarlos, afianzarlos, enraizarlos, alentarlos y enaltecerlos, entre otras cosas, porque sin esos y otros valores es inconcebible y no tendría sentido, mérito ni la menor posibilidad de éxito la tarea de construir el Socialismo, y porque el maná no cae del cielo y no habrá prosperidad real, sustentable y duradera sin laboriosidad, disciplina y constancia.

Claro que nadie hubiese deseado semejante crisol, pero eso ha sido cada minuto vivido tras la pavorosa noche del 27 de enero de 2019 en La Habana. A partir de entonces, no han hecho sino brillar las virtudes que hacen inmenso a este pueblo y su Revolución.

Han sido días, semanas, para renovar certezas y esperanzas, para hacer trizas eso de que “nadie quiere a nadie”, porque, lejos de acabarse, el querer sigue multiplicándose. Y qué bueno ver a unos cuantos salir de su concha y reencontrar, no ya en los demás, sino en ellos mismos, sentimientos y actitudes mucho ya olvidados.

A hacer las cosas bien -que es justo lo contrario a la chapucería- han sido convocados desde el primer día cuantos intervienen en la recuperación de la capital cubana. El llamado no apunta solo a la calidad de las obras. No por gusto ni al azar, los primeros y más insistentemente requeridos son los cuadros, funcionarios y demás servidores públicos. La insensibilidad, el maltrato, las duplicidades y dilaciones, la desorganización, el peloteo, los trámites engorrosos y el papeleo son, igual, chapucerías que entre nosotros peinan canas.

Dicen que no hay mal que por bien no venga, que lo que sucede, conviene, y si cada quien hace bien su parte, si perdura la “magia” y no nos dejamos ganar por la rutina, si imitamos todos a nuestros admirables linieros y esto no acaba hasta que se termine, podría ser el principio del fin de la chapucería -o cuando menos precedente, pauta, contribución- , y habrá que sumar esta victoria a tanta y tanta proeza que restaña las heridas, enorgullece y regocija.