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Desde la década del setenta, gracias al trabajo de prevención y el enriquecimiento de la técnica para el control de los fuegos, disminuye notablemente la ocurrencia de incendios de grandes magnitudes. Eso es lo que dice la estadística, y es bueno.

Pero igual siguen ocurriendo. La mayoría se registran en el sector residencial, son principios de fuegos que se sofocan rápidamente con un mínimo de daños y causados por problemas eléctricos.

De vez en vez, empero, ocurre alguno que nos sacude los equilibrios, que arrasa, que muerde, que reduce a cenizas, que arranca vidas, literalmente.

La ciudad vivió el suyo hace apenas un año y todavía estremecen los espacios vacíos. Queda el dolor, cercano o lejano, y lecciones que nos tocará aprender en lo adelante.

Lo primero, a mi juicio, es que los ciudadanos no estamos preparados para enfrentarnos a siniestros de este tipo, y no solo es responsabilidad del Cuerpo de Bomberos. En general, no sabemos prevenirlos, pero tampoco conocemos las técnicas para salir ilesos o salvar lo posible, más allá del más elemental instinto.

Con excepción de los residentes en edificios, de vez en cuando sorprendidos con simulacros de rescate y salvamento en los Días de la Defensa o en ejercicios Meteoro, la mayoría de la población recibe, en cuanto a protección contra incendios, solo lo que repiten los medios de comunicación masivos. Y si tiene duda, pregunte a su alrededor, como ha hecho esta periodista durante varios días.

En las escuelas, fuera de los círculos de interés, a los niños se les enseña cómo reaccionar ante un ataque aéreo, terrestre…, ante movimientos telúricos y lo básico para la prevención contra los incendios forestales, pero nada o muy poco que los ayude a reaccionar ante un fuego doméstico.

Lo segundo, que muchas de nuestras casas son polvorines dispuestos a estallar en cualquier momento. No exagero. En indagaciones sobre el tema que iniciamos luego del citado siniestro, nos sobraron casos de instalaciones eléctricas precarias, de lámparas que se encienden uniendo cables o girando tubos de desodorante plásticos, de equipos conectados directamente a la corriente, líneas centrales inadecuadas, y otras energizadas sin aislante.

Y ante ese escenario, solo falta la chispa para que se haga la llama.

La responsabilidad primera es del morador, pero tampoco es tan simple. Los materiales, dígase cables de diferente calibre, interruptores, aislantes…, no siempre aparecen en el mercado, son los adecuados o tienen los precios asequibles.

Falta, además, la fuerza técnica calificada y a la mano. No hay, por lo menos en Guantánamo, un sitio donde solicitar el arreglo de una avería eléctrica intradomiciliaria, y eso pesa en todas las direcciones.

La Organización Básica Eléctrica, por ejemplo, asegura que su responsabilidad termina en el metrocontador aunque, a la hora de los incendios, probablemente sea la empresa más perdedora. Al final, la creación de un departamento para resolver esos problemas de “adentro” los beneficiaría, y hasta podría reportarles ingresos.

Como tercer elemento, creo impostergable que los gobiernos instituyan -para bien de sus ciudadanos, pero también de sus arcas, de donde sale el financiamiento para la ayuda a los damnificados- un sistema de supervisión y control para el sector residencial similar al que cubre los centros estatales.

Otro buen paso sería que la seguridad eléctrica fuera un requisito a la hora de la legalización de las viviendas, con el mismo rigor con que se exigen las superficies lisas en meseta y baño o que los inspectores integrales, o un cuerpo semejante, sumaran a su contenido de trabajo estas visitas.

A fin de cuentas, el denominador común para no lamentar es la prevención. Prevenir en mayúsculas, a conciencia, sin paños tibios, con todos los hierros.