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ceciliaOK

Ser gimnasta no es fácil. El cuerpo definido en músculos de quien lo practica puede insinuarlo. Son muchas las horas de entrenamiento para lograr el salto perfecto y hacer del elemento más difícil algo natural y delicado.

Hay que sacrificarse de manera casi sobrehumana para ser un gimnasta. Enfrentarte al sueño, al dolor, a los entrenamientos. Hay que confiar en tu cuerpo y en lo que, esperas, te sostendrá en el aire o te recibirá cuando llegues al suelo.

Un error puede costar más que puntos, cupos o medallas. Un error en ese deporte puede significar accidentes, lesiones, marcas para toda la vida, el fin de una carrera. Hablo con propiedad: fui gimnasta.                                                                                                                                                                  

En eso pienso ante la precariedad del equipamiento del gimnasio en el que entrenan los estudiantes de la Escuela de Integración Deportiva (EIDE), desde los seis años hasta la categoría juvenil.

Lo que falta es más que lo que hay. Requieren, por ejemplo, de colchones suficientes y de calidad, capaces de amortiguar las caídas que, a juzgar por los giros que a cualquier inexperto le parecerían imposibles, pueden ser duras.

Colchones que, además, cuando están en mal estado pueden acortar -a cuenta de dañar poco a poco músculos y tendones- la ya bastante corta vida deportiva de un gimnasta.

Faltan, además, equipos. Ahora mismo, de los seis aparatos que deben dominar los atletas masculinos solo practican cinco, pues el caballo con arzones dejó de existir desde hace varios años.

La rotura de las cuñas, que permiten el despegue de los niños para las acrobacias en el caballo de salto y las barras asimétricas, puso a trabajar el ingenio de los entrenadores que armaron, con las piezas de aquí y de allá, uno que no tiene la fuerza suficiente.

Y los que están, los aparatos que han sobrevivido al uso y al tiempo, no siempre se mantienen en óptimo estado o son, exactamente, a la medida de las competencias actuales.

Pasa, por ejemplo, con las barras asimétricas. Con las que entrenan los guantanameros son de un diámetro superior a las que los niños encuentran, por ejemplo, en los Juegos Escolares, y la distancia entre ellas, menor que la reglamentada.

La viga de equilibrio, siempre de vértigo, lo es más en el espacioso gimnasio de los altos de la secundaria básica Pedro Agustín Pérez. Una de las profesoras dice que el problema es que se mueve cuando debería estar fija, así que las niñas tienen que lidiar con el mínimo apoyo, con la gravedad, con el equilibrio y con los movimientos del equipo.

No es un asunto sencillo. Los implementos cuestan, los aparatos, más; pero en el gimnasio guantanamero hay problemas que pudieran solucionarse en casa. Cuán difícil puede ser, por ejemplo, soldar dos pedazos de metal para ampliar las barras asimétricas, que no se acercan ni un poco a las dimensiones actuales, y encontrar alternativas para los colchones.

Viendo, además, el estado de otros gimnasios del país -como Santiago de Cuba y La Habana y de otros, que sin llegar a la excelencia, por lo menos tienen más condiciones que el guantanamero- es evidente que también es un tema de prioridades que nos sobrepasan, decisiones del país, a fin de cuentas.

Es casi una ecuación matemática. Mientras más invirtamos en nuestros atletas, podremos obtener más resultados por más tiempo, y tendremos entrenadores mejor preparados para el futuro en una nación cuyos mayores ingresos en divisas se obtienen en la esfera de los servicios profesionales.

Lo contrario, no invertir, y esperar aún resultados deportivos sobresalientes, es pedirle peras a los olmos, olmos que, no obstante, no bajan la guardia del entusiasmo: porque hay que ver el esfuerzo de esos niños entre tanta escasez, la confianza en el sueño de la grandeza, y del olimpo.