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Alguien me dijo que no dejara de escribir nunca. Que insistiera, que me esperaba. Yo tengo, asegura, muchas cosas que decir y es cierto, tan cierto como que, en realidad, todos tenemos cosas por decir, algo que nos molesta o nos emociona, algo que creemos que puede ser mejor o anda por rumbos torcidos.

La diferencia, no son las herramientas para un buen verbo, el manejo hábil de las palabras: se cree, ingenua y erróneamente, que solo los periodistas, los comunicadores sociales o quienes hacen uso de los medios de difusión  tienen el poder de decir.

Típico el personaje que ve pasar a un reportero y de pronto, de estar hablando a volumen de chisme con un vecino pasa a comentar el problema a viva voz y, si aquel no se da por enterado, si decide tomar nota mental -sí, oídos abiertos siempre, colegas, al latir de la calle-, lo encara directamente: “¿Oyó, quéjese, que para eso es periodista?”.

Llevaría razón si ese mismo vecino no se la pasara callado en los sitios donde su voz, sin necesidad de pasar por un micrófono y abrazarse a las ondas hertzianas,  “sonreírle” a las cámaras de televisión o quedarse apresada entre los rodillos entintados de las impresoras, sería escuchada.  

De modo que la verdadera diferencia está en qué decidimos hacer con esa opinión atravesada en la garganta. Si nos la tragamos para que duerma el tranquilo sueño de la digestión que nunca será completa, o seguimos el consejo de la medicina oriental de evitarnos frustraciones, y la dejamos fluir.

Es, también, un asunto ético. La ética que nos dice que debemos salirle al frente a lo que está mal, que además es siempre un antídoto contra el individualismo y el oportunismo.

No basta con estar de acuerdo con quien dice, con aplaudirle en público o darle palmaditas en los pasillos a resguardo de curiosos. Decir es, siempre, un acto profundamente individual.

Además, es involucrarse, e involucrarse es participar, y ser parte es hacer activismo más allá de los estereotipos, y todo lo anterior es el sino del buen ciudadano, que no es sinónimo de tranquila obediencia sino de la obstinada búsqueda del cambio social para bien de todos.

Una frase atribuida indistintamente a Mahatma Ghandi asegura que Lo verdaderamente preocupante no es la perversidad de los malvados sino el silencio de los buenos, y el novelista británico Aldous Huxley estaba convencido de que La indiferencia es una forma de pereza,/ y la pereza es uno de los síntomas del desamor./ Nadie es haragán con lo que ama.

Decir es, a la postre, amar: una decisión que tenemos a mano, o a lengua, o a lápiz…, aunque en realidad nazca de ese sitio insondable donde habita el alma.