maestra claseFoto: Leonel Escalona Furones

Somos construcciones. Edificios de nuestras herencias paternas y maternas, de lo que leemos, de lo que aprendemos, de quienes nos acompañan en el camino, de lo que amamos. Somos, por eso, también resultado de nuestros maestros.

Detrás de cada gran hombre, puede haber una gran mujer, pero siempre hay un maestro, de profesión o vocación, a veces las dos juntas. Martí tuvo a Mendive, Bolívar a Simón Rodríguez, Alejandro Magno a Aristóteles.

Nos marcan, para bien o para mal, porque hay de todo, aunque hoy solo quiero hablar de los buenos: ya los malos tendrán el olvido y la mueca.

Yo los conocí, a esos, los mejores. Guardo sus nombres y sus rostros. Los saludo cuando los veo en la calle, los abrazo. Ellos me retribuyen dibujándome mejor de lo que nunca fui. Yo les agradezco el recuerdo, a fin de cuentas, cuántos niños pasaron por sus manos, a cuántos dijeron lo mismo que a mí, cuántos buenos, regulares y malos alumnos conocieron.

Ellos fueron, a veces, mi columna, cuando todo lo demás se desvanecía, cuando los tiempos eran tan malos que no era posible imaginarlos peores, y cuando contra toda lógica, lo fueron.

Algunos se fueron, se volvieron gastronómicos o se sumaron a las plantillas anónimas de alguna institución,  trabajadores por cuenta propia o albañiles, o más lejos, lejos de escuela, alumnos y país.

La mayoría se quedó. Permaneció a pesar de todo que en mis años de estudiante era mucho. Lo sé, soy capaz de reconocerlo ahora. Valoro cada gota de sudor estampada en su ropa, la hora de sueño robada para llegar puntual al aula, la inusual belleza de las uñas sin pintar y los pelos con brío de quien no tuvo un fin de semana lo suficientemente largo, las noches calificando pruebas y comprobaciones, el tiempo en el que se formaban, la pulcritud de sus ropas, el rostro bien afeitado, el patriotismo sin grito ni consigna, la sonrisa, el sí puedo, la capacidad de soñar, de soñarnos mejores a todos y cada uno de quienes fuimos sus alumnos.

No habrá sido fácil para ellos. Lo sé ahora, lo intuyo. Entonces no era capaz de percibirlo, ellos simplemente no me dejaron sentir sus tormentas. Fueron cobija a toda prueba, aunque quizás por dentro cargaran torrenciales.

Construirnos, ladrillo a ladrillo, valor, saber, ingenio, confianza…, fue su misión sagrada, la de todos, los de antes y los de ahora, la misión de los buenos.

Y buenos siempre hay, y habrá, no importa que no sean exactamente iguales a los maestros de mis recuerdos: a fin de cuentas, tampoco son idénticos los tiempos, la sociedad, los valores, el mundo real, la familia, la distancia, el desarraigo, la idea del triunfador, de lo que es importante en la vida.

No la tienen fácil estos tampoco, como aquellos. Pero no temo. Los he visto crecerse cuando entienden que son constructores de almas, y transformarse en árbol de copa generosa, en pararrayos y sombrilla.

Son de una sola estirpe, esos maestros buenos, y se reproducen, quizás sin proponérselo. Así es que confío: A la sombra de cada gran maestro, florece otro igual de bueno, o mejor: así es y será.

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