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quince opinionIlustración de Yaimel

La vida está llena de metas. Construidas para cumplir a largo y corto plazo. Condicionadas por los sueños, las obligaciones y los contextos de las personas.

Metas personales y profesionales. Lugares a donde queremos llegar y sitios de donde queremos partir. Status que pretendemos cambiar. Gente por conocer. Títulos por colgar...

Precisamente, la obtención de un título universitario representa una de las metas más anheladas y cuidadas por algunas personas.

Con el paso del tiempo y el ascenso de peldaños escolares, la preparación de este suceso gana mayor elaboración, y el día de la entrega del diploma simboliza una fecha trascedente en la vida de muchachos y muchachas, y de toda la corte que los circunda.

Así, como ocurre con los quince años y las bodas, el día de la graduación se postula para integrar la lista de los eventos inolvidables en la historia personal y familiar de quienes sobreviven la universidad.

Como si el quinto curso sobrara para los desvelos de la tesis o la prueba estatal, este acto oficial suma otras preocupaciones.

Primero, la presencia de alguien del hogar para acompañar a quien recibe los honores. Cuando se trata de estudiantes de centros de enseñanza fuera de sus provincias de origen, evidentemente, se complejiza esta condición. Corren entonces las búsquedas de medios para el traslado, dónde quedarse, en qué lugar celebrar.

Ahí aparecen, como soluciones mágicas, los parientes lejanos, las amistades de amistades, las casas de visita, o los permisos otorgados por el departamento educativo de la beca. Más, la solución feliz de estos entramados depende del tipo de familia en cuestión.

Si bien la cuota de acompañamiento a cada estudiante resulta limitada (casi siempre una o dos personas), hay quienes cargan con una comisión de embullo. Yo misma fui escoltada por mi madre, mi abuela, mi abuelo, un vecino y una amiga extranjera alumna de otra carrera.

Una vez resuelto este «contratiempo» de asistencia, viene la próxima carrera de los obstáculos. Justo como en los quince y en las bodas, el tema vestuario revela la polémica ancestral entre progenitores y prole.

Como todo acontecimiento trascendental, requiere una vestimenta acorde. Ahora, el «acorde» de madres, padres, hijos e hijas, y otros entes «conocedores» de la moda, va por caminos bien distintos. Por suerte o desgracia (lo revelan luego las fotos del hecho), la mayoría de la comunidad graduada cede antes lo deseos de sus mayores.

Por eso sus colegas casi no reconocieron a aquel diseñador que siempre andaba en short, pulóver y tenis, cuando lo vieron con camisa, pajarita, zapatos de puntera y un peinado, que aún no descubrimos a qué periodo de la evolución pertenece. O a aquella joven (por casualidad pinareña), que en aras de no desentonar, se encaramó en los tacones comprados para la ocasión, y terminó de bruces sobre la entrada del Aula Magna.

Y cómo obviar a quien pagó abundantes dineros por un vestido de gala (digno de lucir en la alfombra roja), y de tan largo se le enredó en los zapatos mientras caminaba a recibir el documento que la acredita como arquitecta.

Claro, un proyecto de arquitectura debió hacer luego la estrenada profesional, para rehacer la parte del vestido que se aferró a la puntiaguda suela de su calzado.

Historias como estas hay miles, en todos los ciclos, las especialidades y los centros de nivel superior del país. Se trata de una escena construida, en la que todos y todas apuestan por lucir lo mejor, creyendo que así serán más felices.

No advierten algunos que muchas veces asumen un personaje que en verdad no han sido durante cinco años, ni serán después. No obstante, hay quienes toman la ocasión como punto de partida para una nueva imagen.

Que lo diga aquella transgresora estudiante de Periodismo que se rapó la cabeza, tatuó su piel, luchó contra cuanto formalismo se le cruzó en el camino, para después «retornar al Edén»; enterrar junto a la etapa estudiantil aquella forma y concepto.

Pero no vale la pena discurrir sobre lo explícito, cuando perdemos de vista cosas verdaderamente profundas. Por ejemplo: abrazar y despedirnos de amistades que no volveremos a ver en prolongado tiempo; hacernos la foto grupal (sobreponiéndonos a preferencias personales); agradecer al claustro docente por sus enseñanzas, incluso a  las peores figuras que tuvimos frente a la clase; y sobre todo, saborear ese último respiro universitario.

Fuente: Revista Alma Mater