Sé que es una frase hecha, pero no decir que Joel Paumier Jovert es la ecuanimidad en persona, el sosiego, la calma…, sería el verdadero problema con perdón de los editores. Habla con pausa, en un tono bajo, y las manos lo acompañan, y el ademán quieto con que cambia de posición cada tanto.
Siente miedo no obstante. Lo sintió al menos en África, mientras formó parte de la brigada médica que enfrentó el brote de ébola en Sierra Leona. Su grupo era el más grande y, el país africano, el de peor situación de los tres que reportaron brotes de la enfermedad, reemergente y mortífera, entre el 2014 y el 2016.
Hoy lo mira desde la distancia, con un año más de vida, pero confiesa que entonces se la pasaba contando los días. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…, la semana en la que por lo general aparecían los síntomas de la enfermedad terrible, tras una manipulación peligrosa.
Su historia comienza desde mucho antes. 46 años exactos desde que nació en Baracoa, y 28 desde que empezó a trabajar como enfermero, de los cuales 24 los ha dedicado a los servicios de urgencias, incluidos los dos que pasó en el Táchira, Venezuela, y los seis meses sanando el corazón del llamado continente negro.
A Sierra Leona se alistó por decisión propia, y bajo protesta familiar. “Mi hija mayor me entendió, pero la menor, de 14 años, se negó y tuve que mentirle. Me voy para Brasil a dar clases, le dije para calmarla, así que se enteró cuando ya yo había embarcado, y hubo crisis, por supuesto”.
Los temores infantes, me dice ahora, tenían raíces sólidas que la pequeña no podía conocer, si acaso intuir. “El ébola es una enfermedad fea, todavía más de cerca. El deterioro de los pacientes es rápido y con manifestaciones de hemorragias severas porque afecta la permeabilidad de los vasos sanguíneos, y si no se intervienen a tiempo, irreversible”.
Pero ellos lograron revertir y salvar, luego de rebelarse contra el protocolo de atención inicial “que consistía básicamente en aislar al paciente, y un mínimo de manipulación. Por eso lo cambiamos, habíamos volado muchos kilómetros para no hacer más. Empezamos a canalizar venas para poner sueros, a intubar cuando hacía falta, y el cambio fue notable”, dice.
Era entonces, luego de cargar un enfermo para devolverlo a su cama, “porque cuando se sentían muy mal se tiraban al piso”, de canalizar una vena, de intubar, de estar muy de cerca con el vómito, las micciones, la sangre…, que Joel comenzaba a contar, a contar por su vida…, para volver a comenzar de nuevo al punto de que a veces en cinco debía empezar de uno, y así.
Tanto y bien hicieron que el personal médico de varios países tuvo que reconocerles las alturas. “Logramos sorprender a los otros médicos por lo desinteresado de nuestro trabajo –el país renunció al pago de la OMS y solo disponían del estipendio-, y plantar nuestro ejemplo de profesionalismo y humanidad entre el personal de Sierra Leona”.
En Cuba, todos saben cómo es un cubano, pero a un africano podría extrañarle un profesional de la salud cargando jugos y comida para obsequiar a sus pacientes. “Nos encariñábamos sobre todo con los niños, con su poder de recuperación, el hecho de verlos hoy muy malitos y al otro ya dispuestos a tomar algo. Tanto nos vieron, que los locales empezaron a imitarnos”.
Lo dice con orgullo y no lo niega. “Era una muestra de que habíamos logrado sembrar una semilla, y eso era esencial, porque sabíamos que en algún momento nos iríamos, y por tanto debíamos formar a quienes se quedarían en el frente de combate”.
Hubo momentos tristes. De toda la brigada médica cubana que partió a África, dos hombres enfermaron y uno murió en tierra africana. Ambos, pertenecían a su brigada. “El contagio del doctor Félix nos advirtió en cuanto a la necesidad de ser aún más rigurosos en nuestra protección, pero si algo entristeció al grupo fue la muerte por paludismo de Reinaldo Villafranca”.
Era, cuenta, el alma del grupo, el que te espantaba el gorrión, el de la alegría. Y se fue rápido. De los primeros síntomas a su muerte, en un hospital de campaña británico, pasaron unas pocas horas.
“Cuando el contagio, pensamos que regresaríamos a Cuba, y cuando murió Villafranca, estábamos casi seguros…, pero nos quedamos y eso nos permitió salvar al 98 por ciento de los enfermos, e irnos como héroes. Había que escuchar lo que nos decían, el agradecimiento de enfermos, pacientes, trabajadores del hotel donde vivíamos”, rememora.
Su mayor reconocimiento, no obstante, es del pueblo. “Me considero un buen enfermero, según ese termómetro que es la población, no importa la latitud de sus desvelos, y los colegas con quienes trabajo… Mi forma pausada ayuda, porque en urgencias tan importante es adoptar decisiones de manera ágil, como hacerlo de forma acertada y para eso se necesita cabeza fría”.
Recordar el regreso a Cuba lo emociona. Sigue siendo la persona que era antes de partir, pero más conocido, más señalado. A unos meses de su retorno a la isla, a su natal Baracoa, empezaron a llegarle las medallas y los reconocimientos, incluida la Llave de la Ciudad de Baracoa y la medalla conmemorativa del 500 Aniversario de la Villa, el sello de Guantánamo, la Orden Carlos J. Finlay...
“Cuando uno comienza una obra lo hace sin pensar en cómo va a terminar. Yo me siento orgulloso de lo que hicimos, pero nunca esperé que tantas personas estuvieran pendientes a nosotros, y menos tantos premios. Se siente bien que la ciudad que te vio nacer te reconozca como un hijo ilustre. Y ante eso, uno no tiene otro remedio que retribuirle en trabajo”, finaliza.