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2 4Aún estoy aquí (2024) ganó el Oscar a Mejor Película Extranjera con una historia sensible que refleja lo consecuente con la historia latinoamericana.

Cuando se habla de cine y de triunfar como cineasta, lo primero que viene a la mente suele ser ganar un Oscar. Esa estatuilla codiciada, símbolo de prestigio internacional, sigue marcando la pauta a pesar de sus múltiples controversias. Pero, ¿qué impacto real tienen estos festivales en la estética y el rumbo del cine latinoamericano? ¿Aportan realmente al desarrollo de nuestras cinematografías?

Hay que partir de una premisa: la mayoría de estos certámenes nacen en el siglo XX bajo lógicas geopolíticas específicas que, aunque matizadas hoy, aún perviven. Los Oscar, por ejemplo, surgieron a finales de los años 20 del pasado siglo con una estética propia: narrativas lineales, mensajes políticamente correctos, producción industrial y apego al gusto de una audiencia masiva.

Festivales europeos como Cannes o Berlinale, por otro lado, tienden a premiar un cine de autor introspectivo, contemplativo y filosófico. Esta preferencia estética ha condicionado también a muchos cineastas latinoamericanos que, buscando reconocimiento, adaptan su mirada a esos patrones. También existen los llamados hubs de venta como Sundance, que priorizan el mercado sobre el contenido.

Si bien facilitan la distribución de obras independientes, también introducen criterios de selección que tienden a homogenizar el cine.

Y aquí comienza el problema.

El cine de festival ¿categoría estética?

Si una película latinoamericana quiere destacar en un circuito de premiación de alto nivel mediático, debe cumplir con ciertas expectativas en no pocas ocasiones: pobreza fotogénica, barrios problemáticos, violencia, narcotráfico o inestabilidad política. Esa es la imagen que aún hoy parece complacer a jurados y programadores del norte global. Ejemplos recientes como Roma (2018) o Emilia Pérez (2024) lo demuestran. Esta última, rodada por una producción francesa sobre México, que a su vez refuerza la idea de un exotismo latinoamericanista para consumo extranjero.

No se trata de negar las problemáticas sociales, sino de cuestionar cómo se estetizan para festivales. El resultado: un cine que vende nuestras heridas como espectáculo, a veces incluso sin nosotros en la silla de dirección.

Además, los estilos narrativos se ven influenciados: planos contemplativos, uso de silencios, ritmo lento. Es una imitación a menudo forzada de la tradición europea, lo que desnaturaliza nuestras formas narrativas propias.

En el caso de Roma, por ejemplo, aunque fue ovacionada en el extranjero, en México recibió duras críticas por representar el clasismo local desde una visión distante y complaciente para el exterior.

Condicionamientos financieros y apagamiento de voces locales

El cine latinoamericano, en su mayoría independiente, enfrenta enormes obstáculos de financiamiento. Muchos proyectos se sustentan con fondos europeos que, en más de una ocasión, imponen condiciones temáticas o estéticas. Se globalizan ciertos temas y se silencian otros, todo para hacerlo más accesible a audiencias que nada tienen que ver con nuestro contexto.

Esto crea un desequilibrio, se visibilizan ciertos autores casi siempre alineados al gusto foráneo mientras se invisibilizan creadores que apuestan por narrativas más locales, sociales o populares.

El espejismo del arte internacional

Se instala entonces una falsa dicotomía: arte es lo conceptualizado desde Europa o EE.UU.; entretenimiento es lo local, lo popular, lo narrativo. Esta visión desprecia al cine comunitario, de barrio, de identidad, que muchas veces queda fuera de los grandes circuitos por no ser lo suficientemente “festivaleable”.

¿Quién gana en esta ecuación? Las productoras y distribuidoras globales. ¿Quién pierde? Los realizadores auténticos y sus comunidades. Pero la resistencia está viva.

A pesar de este panorama, existen espacios que defienden un cine auténtico. El Festival Internacional del Cine Pobre de Gibara (Cuba), el Festival de Cine Latinoamericano de La Habana o eventos locales como los que se celebran en países como Bolivia, Guatemala o Colombia, permiten respirar otros aires. Premian obras consecuentes con sus contextos, que no necesitan la validación de Francia o Los Ángeles.

Estos festivales no tienen tanto brillo mediático, pero dan oxígeno al cine libre, al cine que aún habla desde su tierra.

Es urgente construir un cine latinoamericano que no dependa de lo que otros esperan de nosotros. Un cine propio, sin filtros coloniales, que se atreva a mirar sin pedir permiso. Solo así dejaremos de ser los otros en la pantalla global, y volveremos a contar nuestras historias como queremos que sean contadas.