Hola, amigas y amigos de Contigo. Aunque muy aceptado, la verdad es Enamórate de un hombre de verdad, publicado en la pasada sección, provocó que muchas madres exigieran un homenaje parecido.
No fue necesario buscar mucho pues, si vamos a ser justos, las madres han inspirado desde libros enteros -La Madre, de Máximo Gorki es mi primer referente ahora mismo, hay más- hasta canciones, poemas, frases, pinturas, esculturas…
Acá les va, entonces, queridas madres, la primera parte de este texto de Roque Esteban Scarpa, publicado en Santiago de Chile, en 1978. La segunda parte, en la próxima edición, espero que les guste.
Gabriela piensa en la madre ausente…
Madre: En el fondo de tu vientre se hicieron en silencio mis ojos, mi boca, mis manos. Con tu sangre más rica me regabas como el agua a las papillas del jacinto, escondidas bajo tierra. Mis sentidos son tuyos, y con este como préstamo de tu carne ando por el mundo.
Madre: Yo he crecido, como un fruto en la rama espesa, sobre tus rodillas. Ellas llevan todavía la forma de mi cuerpo; otro hijo no te las ha borrado. Tanto te habituaste a mecerme, que cuando yo corría por los caminos quedabas allí en el corredor de la casa, como triste de no sentir mi peso.
No hay ritmo más suave, entre los cien ritmos derramados por el primer músico, que ese de tu mecedura, madre, y las cosas plácidas que hay en mi alma se cuajaron con ese vaivén de tus brazos y tus rodillas. Y a la par que mecías me ibas cantando, y los versos no eran sino palabras juguetonas, pretextos para tus mimos.
En esas canciones, tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos, los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el mundo, como para enumerarle los seres de la familia, ¡tan extraña!, en la que la habían puesto a existir.
Y así, yo iba conociendo tu duro y suave universo: no hay palabrita nombradora de las criaturas que yo no aprendiera de ti. Las maestras sólo usaron después de los nombres hermosos que tú ya habías entregado.
Tú ibas acercándome, madre, a las cosas inocentes que podía coger sin herirme; una hierbabuena del huerto, una piedrecita de color, y yo palpaba en ellas la amistad de las criaturas. Tú, a veces, me comprabas, y otras me hacías los juguetes: una muñeca de ojos muy grandes como los míos, la casita que se desbarataba a poca costa …
Pero los juguetes muertos yo no los amaba, tú te acuerdas: el más lindo para mí era tu propio cuerpo. Yo jugaba con tus cabellos como con hilillos de agua escurridizos, con tu barbilla redonda, con tus dedos, que trenzaba y destrenzaba. Tu rostro inclinado era para tu hija todo el espectáculo del mundo.
Con curiosidad miraba tu parpadear rápido y el juego de la luz que se hacía dentro de tus ojos verdes; ¡y aquello tan extraño que solía pasar sobre tu cara cuando eras desgraciada, madre!
Sí, todito mi mundo era tu semblante; tus mejillas, como la loma color de miel, y los surcos que la pena cavaba hacia los extremos de la boca, dos pequeños vallecitos tiernos. Aprendí las formas mirando tu cabeza: el temblor de las hierbecitas en tus pestañas y el tallo de las plantas en tu cuello, que, al doblarse hacia mí, hacia un pliegue lleno de intimidad.
Y cuando ya supe caminar de la mano tuya, apegadita cual un pliego vivo de tu falda, salí a conocer nuestro valle. Los padres están demasiado llenos de afanes para que puedan llevarnos de la mano por un camino o subirnos las cuestas.
Somos más hijos tuyos; seguimos ceñidos contigo, como la almendra está ceñida en su vainita cerrada. Y el cielo más amado por nosotros no es aquel de las estrellas límpidas y frías, sino el otro de los ojos vuestros, tan próximo, que se puede besar sobre su llanto.