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niña madre

Hola, amigos y amigas de Contigo. Acá va la segunda parte del texto que iniciamos la semana pasada, Gabriela piensa en su madre, de Roque Esteban Scarpa.

 

(….)

 

El padre anda en la locura heroica de la vida y no sabemos lo que es su día. Solo vemos que por las tardes vuelve y suele dejar en la mesa una parvita de frutos, y vemos que os entrega a vosotras para el ropero familiar los lienzos y las franelas con que nos vestís. Pero la que manda los frutos para la boca del niño y los exprime en la siesta calurosa eres tú, madre. Y la que corta la franela y el lienzo en piececitas y las vuelve un traje amoroso que se apega bien a los costados friolentos del niño, eres tú, madre pobre, ¡la ternísima!

 

Ya el niño sabe andar, y también junta palabritas como vidrios de colores. Entonces tú le pones una oración leve en medio de la lengua, y allí se nos queda hasta el último día. Esta oración es tan sencilla como la espadaña del lirio. Con ella, ¡tan breve!, pedimos cuanto se necesita para vivir con suavidad y transparencia sobre el mundo: se pide el pan cotidiano, y se dice que los hombres son hermanos nuestros.

 

Yo era una niña triste, madre, una niña huraña como son los grillos oscuros en el día, como es el lagarto verde, bebedor del sol. Y tú sufrías de que tu niña no jugara como las otras, y solías decir que tenía fiebre cuando en la vacía de la casa la encontrabas conversando con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y fino que parecía un niño embelesado.

 

Ahora está hablando así también contigo, que no le contestas, y si tú la vieses le pondrías la mano en la frente, diciendo como entonces: “-Hija, tú tienes fiebre”.

 

Todos los que vienen después de ti, madre, enseñan sobre lo que tú enseñaste y dicen con muchas palabras cosas que tú decías con poquitas; cansan nuestros oídos y nos empañan el gozo de oír contar.

 

Se aprendían las cosas con más levedad estando tu niñita bien acomodada sobre tu pecho. Tú ponías la enseñanza sobre esa como cara dorada del cariño; no hablabas por obligación, y así no te apresurabas, sino por necesidad de derramarte hacia tu hijita. Y nunca le pediste que estuviese quieta y tiesa en una banca dura, escuchándote. Mientras te oía, jugaba con la vuelta de tu blusa o con el botón de concha de perla de tu manga.

 

Y éste es el único aprender deleitoso que he conocido, madre.

Después, yo he sido una joven, y después una mujer. He caminado sola, sin el arrimo de tu cuerpo, y sé que eso que llaman la libertad es una cosa sin belleza. He visto mi sombra caer, fea y triste, sobre los campos sin la tuya, chiquitita, al lado.

 

He hablado también sin necesidad de tu ayuda. Y yo hubiera querido que, como antes, en cada frase mía estuvieran tus palabras ayudadoras para que lo que iba diciendo fuese como una guirnalda de las dos.

 

Ahora yo te hablo con los ojos cerrados, olvidándome de dónde estoy, para no saber que estoy tan lejos; con los ojos apretados, para no mirar que hay un mar tan ancho entre tu pecho y mi semblante. Te converso cual si estuviera tocando tus vestidos; tengo las manos un poco entreabiertas y creo que la tuya está cogida.

 

Ya te lo dije: llevo el préstamo de tu carne, hablo con los labios que me hiciste y miro con tus ojos las tierras extrañas. Tú ves por ellos también las frutas del trópico -la piña grávida y exhalante y la naranja de luz-. Tú gozas con mis pupilas el contorno de estas otras montañas, ¡tan distintas de la montaña desollada bajo la cual tú me criaste! Tú escuchas por mis oídos el habla de estas gentes, que tienen el acento más dulce que el nuestro, y las comprendes y las amas, y también te laceras en mí cuando la nostalgia en algún momento es como una quemadura y se me quedan los ojos abiertos y sin ver sobre el paisaje mexicano.

 

Gracias en este día y en todos los días por la capacidad que me diste de recoger la belleza de la tierra, como un agua que se recoge con los labios, y también por la riqueza de dolor que puedo llevar en la hondura de mi corazón sin morir.

 

Para creer que me oyes he bajado los párpados y arrojo de mí la mañana, pensando que a esta hora tú tienes la tarde sobre ti. Y para decirte lo demás, que se quiebra en las palabras, voy quedándome en silencio…