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Han pasado 49 años y, aun así, el 6 de octubre de 1976 se siente cercano. La memoria se abre como una herida fresca, porque el dolor no prescribe y la indignación tampoco.

Ese día, un avión comercial con 73 personas a bordo fue arrancado del cielo por el cálculo frío de terroristas. El tiempo envejeció las noticias, pero no la pregunta que sigue ardiendo: ¿qué clase de mente puede planear la muerte de muchachos que solo llevaban medallas y sueños?

Era miércoles. El vuelo 455 de Cubana de Aviación despegó del aeropuerto Grantley Adams, en Barbados, con destino a La Habana. Nueve minutos después, una explosión interrumpió la tranquilidad del océano y la rutina de la vida.

En la cabina, el capitán Wilfredo Pérez intentó regresar: “¡Tenemos una explosión a bordo, estamos descendiendo inmediatamente!”, alcanzó a decir por radio.

Una segunda bomba cortó cualquier esperanza. La nave se precipitó al mar y dejó solo la grabación de la caja negra como testigo de la barbarie, y un grito que aún hiela la sangre: “¡Pégate al agua, Felo, pégate al agua!”.

Entre las víctimas viajaban 24 jóvenes del equipo juvenil cubano de esgrima, vencedores absolutos del Campeonato Centroamericano y del Caribe. Regresaban a casa con todas las medallas de oro, la risa desbordante y la ilusión de contar sus triunfos.

Ninguno superaba los 20 años. Sus nombres, grabados por siempre en mármol y en la memoria de Cuba, son la prueba más cruel de que el terrorismo no distingue ni edades ni inocencia. Al lado de los cubanos murieron estudiantes guyaneses que cursarían la carrera de Medicina, funcionarios norcoreanos, trabajadores cubanos y tripulantes que cumplían su deber.

El sepelio en La Habana fue una jornada de dolor y desafío. Ante los féretros cubiertos por la bandera, el Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz, pronunció palabras que estremecieron a una nación entera: “Cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla”.

Aquella frase, más que un homenaje, fue una promesa: que la memoria sería más fuerte que el terror, que Cuba no se dejaría doblegar por la violencia.

 

 Los responsables —terroristas del exilio cubano bajo las órdenes de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos— fueron detenidos, juzgados y, en la mayoría de los casos, liberados después.

Orlando Bosch murió en Miami en 2011 sin pagar un día de prisión por el crimen. Luis Posada Carriles, cerebro de otros atentados, murió en 2018 protegido por el mismo país que lo utilizó y luego lo cobijó. La impunidad fue su último refugio, una ofensa que aún arde.

Pero más allá de las maniobras políticas, de los informes desclasificados y las acusaciones cruzadas, queda la dimensión humana: madres que nunca más pudieron abrazar a sus hijos, compañeros de aula que crecieron con sillas vacías, entrenadores que guardaron las armas de esgrima como si fueran reliquias. Cuba los recuerda como muchachos arrancados de la vida por el odio.

Cada aniversario es un llamamiento a la conciencia universal. El atentado contra el vuelo 455 no solo constituyó un acto contra un país, sino un crimen contra la condición humana. Quienes colocaron las bombas quisieron sembrar miedo y división, pero lo que causaron derivó lección de resistencia y memoria.

Los jóvenes esgrimistas nunca pudieron volver a la pista, pero su ejemplo perdura. Son el recordatorio de que la vida es siempre más valiosa que cualquier ideología, y de que el terrorismo, venga de donde venga, es la negación más absoluta de la humanidad.

Casi cinco décadas después, el mar de Barbados sigue guardando sus secretos, pero la memoria cubana se niega a callar. Porque mientras haya quien los recuerde, el crimen no quedará impune en el corazón de los pueblos.

 

 

Tomado de ACN