Sara Rodríguez.Ya no se escriben cartas como aquellas. Ya no se escriben cartas. Las últimas que salieron de mi mano, de mi puño, de aquí… respondían a Sara, a Sara Rodríguez, la dama de Guantánamo. Todas las semanas llegaba aquel papel con las eses estilizadas, plegadas en los bordes, casi barrocas, casi lorquianas. Los sobres los confeccionaba con una vieja plantilla. La carta, pues, era suya por dentro y era suya por fuera.
Cuando llegaba a su casa río arriba, rojo de soles, rojo de hambres, rojo de ausencias… Marité, su hija, me anunciaba, y nos dejaba a Sara y a mí, mientras se perdía en el largo pasillo, en su sonrisa.
Sara pasaba de un tema a otro. De sus manos resurgía la ciudad ida. La pintaba solo para mí. No hay mejor arquitecto que la evocación. La Academia de Artes Manuales, la huelga de la Escuela del Hogar, el Guantánamo de los cuarenta. Todo mezclado. El epílogo lo reservaba para sus orquídeas, sus orquídeas con olor a chocolate.
―Son mi orgullo, remarcaba.
Yo le contaba de mis asombros, mis desatinos en la aldea, mientras saboreaba el flan de calabaza, que ella hacía como nadie. La cucharilla de juguete en la masa tierna, hundiéndola apenas, con ganas de que no acabara nunca.
Cuando supo que era inevitable, que Guantánamo quedaría atrás, me miró como las madres miran, como ellas saben. Me regaló un gallito en una ceremonia casi olímpica. El cuerpo era un cono de pino. Las alas, semilla de salvadera. La cresta y el pico, tela endurecida. Las patas, el nervio duro de una rama de coco. Las yerbas, miguitas de pan coloreadas.
―Solo le falta cantar, me dijo. Solo eso.
Sara, la dama de Guantánamo, nunca se equivocaba. Nunca. Los años, me repetía, los años…
Ya no se escriben cartas como aquellas. Ya no se escriben cartas. Ya no puedo contarle que esta vez su presagio falló. Que en las tardes difíciles, en esas, cuando vuelvo rojo de soles, rojo de hambres, rojo de ausencias… el cono de pino se eriza de repente, el pico endurecido se despega y una fragancia con olor a chocolate inunda la sala de mi casa.