Esto no tiene nombre tuvo la culpa. Así se anunciaba cada domingo, allá por los ochenta, un programa de Radio Progreso. En realidad sí tenía nombre, el de Jaime Almirall-Suárez. Artista a toda prueba, empezaba a cosechar, tal vez, a la audiencia más selecta de la radio cubana.
En una carta abierta ante el micrófono, escuché el nombre de Alexis Cabezas Creagh por primera vez. Me acostumbré a la eufonía de esas tres palabras que acentuaba la voz del presentador: Alexis Cabezas Creagh… Guantánamo… repetía Jaime. Personalizaba, se detenía, paladeaba.
Algo había en las letras de aquel muchacho, algo que me sobrecogía, que me rozaba. Un día va a salir de la radio y se convertirá en realidad, me dije. Y llegó el día, lo empujé.
En el primer viaje a Guantánamo, fui Paseo abajo, doblé Máximo Gómez, toqué a su puerta. La madre extendió la mano por un largo pasillo. Al final se adivinaba su cuarto, o más bien su mundo. Maquetas de aviones colgaban del techo, mientras me ofrecía el suelo como asiento. No sé si era Varela, si era Jarret, lo que tuve de fondo, si estoy mezclando el tiempo. Tuve una disertación aeronáutica y otra poética.
Desde el primer abrazo, supe que había ganado a un amigo.Alexis Cabezas Creagh.
Su casa fue mi oasis y fue mi arco, cuando en 1991, me estrené como periodista en el periódico Venceremos. La economía cubana tocaba fondo: un bombillo encendido era noticia; cuatro ruedas, una excentricidad. No son metáforas.
Alexis no cabía en sí mismo. Era una llama. Tenía el don de iluminar. Siempre había algo que rotular, algo que descubrir, algo por lo que apretar el pie en su bicicleta. Amaba la retícula perfecta de sus calles, el espíritu gentil de su gente, la trascendencia de las pequeñas cosas. Y cuando se lanzaba a hacer algo, iba hasta el fondo, iba sin red.
Los apasionados son los primogénitos del mundo, escribió El Maestro.
Nunca hubo método ni hora para encontrarnos. Nunca alcanzaban aquellas mañanas cómplices, aquellas tardes esotéricas. Su madre, Doña Josefa, era dueña de un linaje que te envolvía al instante. Le debo un beso a esa matriarca.
Guardo un libro de Neruda que puso en mis manos. Su letra era un regalo, lo eran sus trazos. Al modo del El principito, dibujó una línea en el horizonte, un paisaje que nos acompaña en cualquier lugar del mundo.
Una tarde supe que Alexis tenía una brasa ardiente en el centro del pecho. Estuve lejos y estuve cerca. Dialogó con sí mismo entre el cielo y la tierra. Dialogó con su enfermedad con todos los métodos posibles. Nunca le oí quejarse, nunca se rindió.
Guantánamo no ha sido igual sin él. Y lo extraño. Lo extraño tanto.