Cuando en tiempos de pandemia vemos a personas sin nasobuco, reuniones grupales injustificadas, colas en las que no se guarda el metro de distancia considerado seguro, jóvenes entretenidos en juegos…, uno se pregunta si es una indisciplina social, un actuar irresponsable, o mucho más.
Irresponsable, ahora mismo, es quien no acata una regla familiar, le sube el volumen a la música que debería estar solo de fondo, o se pone en riesgo a sabiendas de que en la confianza está el peligro, siempre que las consecuencias de sus actos solo toquen a su puerta.
Es otra la historia cuando, con conciencia de la ley o sin ella, alguien compromete la seguridad colectiva y el bienestar general: la Constitución lo dice claro, cuando norma que “el ejercicio de los derechos de las personas solo está limitado por los derechos de los demás”.
Lo que separa a una irresponsabilidad de un acto punible o, lo que es lo mismo, penado, es precisamente la peligrosidad. El artículo 8.1 de la Ley No. 62 del Código Penal define el concepto de delito como: “Toda acción u omisión socialmente peligrosa prevista por la ley”.
Como se interpreta de su lectura, es la conducta peligrosa, especialmente dañina, o de riesgo en la cual se incurre intencionalmente. Quien la comete, por tanto, será perseguido y sancionado, de oficio, sin necesidad de que otra persona acuse.
De modo que en muchos casos de esos que se denuncian por estos días en los medios de comunicación como reprochables, no estamos hablando solamente de irresponsabilidad, sino de delito, y esas, como se dice coloquialmente, ya son palabras -y consecuencias-, mayores.
Ese es un tema que pesa, sobre todo, desde el pasado 11 de marzo, cuando se confirmaron los primeros tres casos de COVID-19 en Cuba.
En la legislación penal vigente, en su capítulo V, denominado Delitos contra la Salud Pública, el artículo 187 tipifica las conductas infractoras que integran ese delito y que se denomina Propagación de epidemias.
Básicamente, incurren en esta violación, quienes no obedezcan, quebranten las medidas oficiales o no cooperen con las autoridades en tiempos de epidemia, lo cual puede resultar en multas de hasta 3 mil pesos o hasta un año de privación de libertad, siempre que no se pruebe un actuar malicioso, pues en este caso los años de cárcel pueden ser hasta ocho.
El tribunal, además, puede aplicar -y lo hace ahora mismo, por la extensión de la COVID-19 en el país- sanciones incluso más severas, como también lo prevé el Código Penal en su artículo 53, inciso e, el cual define como agravante cometer el hecho en circunstancias especiales como las que atraviesa el país, en estos momentos.
Por eso, es tan importante entender la diferencia, y aprehenderla desde la familia -la primera y principal reguladora de la conducta humana-, y la comunidad -la cual todavía es poco activa y mira con indulgencia a quienes ponen las vidas de los vecinos en riesgo-, por solo citar los entornos más cercanos.
Es, igualmente, urgente, que ese cambio de pensamiento llegue, de manera consciente, a quienes deben hacer cumplir la ley en nuestras calles, y las autoridades comunitarias, no sea que “se dejen pasar” conductas que son -y han demostrado ser- más peligrosas de lo que parecen.
Ser responsables -cada uno desde su puesto o su espacio vital-, en las circunstancias que vivimos, no es una opción, sino un imperativo, sin peros posibles de cada ciudadano cubano.