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liaToda Cuba respiró de puro alivio cuando Lía, la adolescente de la novela de factura nacional El rostro de los días, señaló a su padrastro René como el perpetrador de la violación que, sin verla realmente -punto para los editores-, nos enervó los ánimos hace varios capítulos.

Las reacciones, en Internet y en la calle, ni siquiera esperaron el inicio de los créditos: se desataron de horror, alertas y críticas. Lo más reconfortante, en aquellas horas, fue el reconocimiento de un fenómeno que existe, late y daña a nuestros niños -Lía lo es, legalmente hablando-, y el llamado a la familia a estar alertas.

Lo peor, porque toda pasión conlleva riesgos de exceso, fueron los malos ratos que, sin llegar a la violencia física, muchos cubanos le hicieron pasar al actor que interpreta -magistralmente, a juzgar por el “calorcito” de las ofensas- al malo más malo de la novela.

Pero quiero hablar del rostro que mostramos los días que le sucedieron a esa noche. De los memes -imágenes con textos graciosos- que criticaban en tono burlesco el silencio de Lía con la misma soltura que hablamos de las colas y lo malo que está el transporte.

La gente esperaba que denunciara -ya que no había podido resistirse-, que gritara, señalara, que se apurara en darle un clímax a la espera desesperante de tantos capítulos. La gente le exigió que fuera la víctima que queríamos, porque hablar es lo correcto, el paso más lógico según el “manual de la buena víctima” que, al parecer, hemos escrito en nuestras cabezas.

Nos olvidamos del miedo, del pedacito de mundo que se le vino encima, de la vergüenza que no debería experimentar, pero siente de todas formas, del saberse en boca de todos, señalada como si en vez de la víctima fuera ella quien mereciera el dedo que, mientras apunta, también acusa.

Urgía un desenlace y la emprendimos contra el personaje, los guionistas, la dirección del dramatizado, y desestimamos el sentimiento de culpa en esa niña que debió preguntarse por qué, cuál fue su fallo, si el short demasiado corto, si la costumbre de sentirse en casa…, porque siglos de patriarcado pesando sobre nuestras almas y mentes nos han inculcado que “nos agreden porque los provocamos”, “nos mostramos demasiado”, “nos regalamos”.

Revictimización le llaman los psicólogos, los médicos forenses que lidian más regularmente de lo que quisiéramos con fenómenos similares, a ese proceso en el que la víctima sufre más de una vez las consecuencias del hecho original, por los cuestionamientos y los tratos desde las instituciones, los medios de comunicación, el entorno social.

Un fenómeno que, por sí solo, es detonante del silencio y la resignación que prefieren -antes de la exposición y la denuncia- muchas personas violentadas, agredidas, ultrajadas física y sexualmente.

Eso hicimos. Quizás no era la intención, pero lo hicimos. Con Lía y con muchas de las activistas del movimiento Me Too (Yo también) que estalló y puso en el punto de mira el acoso sexual que campeaba en la meca del cine norteamericano; solo porque hablaron tarde, cuando tenían nombres importantes o aparentemente nada que perder.

Me preocupan dos cosas: lo que dicen esas reacciones de quiénes somos, de cuán poco preparados estamos para lidiar -personalmente y como sociedad- con la complejidad de una persona abusada, y qué mensaje damos, con nuestras burlas, a las Lías de carne y hueso que seguramente alguna vez hemos tenido y tendremos al lado.

Esos niños que sufren abuso -en cualesquiera de sus grados- y hacen, hablan y reaccionan cuando y como pueden, no cuando nosotros queremos, ni del modo que creemos correcto.

Ellos sufren. Nosotros, los mayores que ante todo deberíamos protegerlos; cuando el mal está hecho, les debemos los ojos abiertos, la comprensión y la empatía: ponernos en esos zapatos que, no importa cuán infalibles nos sintamos desde este lado de la pantalla y los dramas del otro, siempre nos quedarán demasiado grandes.