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ruido indisciplina socialEs pasar y mirar. Simplemente, poner más atención para darse cuenta de los ataques al espacio público, del lugar que va cediendo la tranquilidad ciudadana, el paso sin obstáculos, la más básica urbanidad ante personas, negocios e instituciones. 

 

Lo que ya pasaba desde antes, se intensifica ahora con la galopante y, a veces estridente, irrupción de negocios de todo tipo a partir de la flexibilización del trabajo por cuenta propia y los nuevos actores económicos.

Lo más evidente, a estas alturas, es la molestia que causan algunos de los nuevos bares en los vecindarios donde se emplazan.

Abiertos, sin aislamiento para el ruido, sin espacios para parqueos ni demasiadas regulaciones de seguridad…, estos negocios prosperan casi siempre en detrimento de sus vecinos, del descanso, sobre todo, en las noches, que no tienen sosiego tampoco en buena parte del día.

Incluso las pequeñas ventas de bebidas -nevera exhibidora mediante- que pululan en la ciudad, no escapan de ello. Venden productos para llevar, pero en la práctica, la gente se mantiene cerca, se acumula en los alrededores, es decir, en los portales y las paredes de los vecinos.

Las quejas -me consta, pues no pocas personas me han acercado sus dolores-, han ido y venido, pero, hasta ahora, poco se ha hecho en favor de los ciudadanos que, con todo el derecho del mundo, piden el resguardo de su sueño, de su espacio privado.

Estos negocios no son los únicos. Con o sin licencia, los garajes particulares convertidos en talleres a tiempo completo, son otro dolor de cabeza: ruido de metales…, pero también vertimiento de aceites y otros carburantes a las redes de alcantarillado o la calle, y picos de consumo que hacen temblar el servicio eléctrico cada vez que se enciende un equipo gran consumidor.

No es cosa de ahora, pero ciertamente es escandaloso que se haya mudado para calles principales de la ciudad de Guantánamo como Pedro Agustín Pérez, la matanza y preparación de puercos y otros animales en plena calle, ante la presencia de todo el mundo, y la cercanía, incluso, de agentes del orden público. ¡Qué espectáculo para los niños!

Olvidémonos de las normas básicas de higiene de los alimentos, que se violan a todos los niveles posibles, y hablemos del peligro que implica un caldero a rebosar de agua hirviendo para el tránsito peatonal y vehicular, y las molestias que causan el humo, los gritos de los animales y los olores nauseabundos.

Y todo, no solo lo anterior, pasa ante el ojo público, pervive al paso de inspectores, médicos, funcionarios y, cómo no, agentes del orden que, evidentemente, no ven en ello la flagrante violación que suponen.

Alguien podría aludir, ahora mismo, la urgencia de generar ingresos tanto personales como para el presupuesto que luego se traducen en fondos para el funcionamiento del Estado y el bienestar de la población…, pero no creo que esa necesidad suprima el derecho de las personas a un ambiente limpio en todos los sentidos.

La ecuación no puede ser más dinero para menos tranquilidad ciudadana, más contaminación y más agresiones al entorno público. No es justo. No es ético. No es sostenible.

No estoy en contra del progreso, ni vivo en Marte. Y entiendo que, en la Cuba de hoy, poner condicionantes demasiado exquisitos significaría restringir los negocios y la oportunidad de las personas de emprender y ganar sin tener que irse fuera de su país.

Dicho esto, sí creo que es posible regular más y mejor. Desde el comienzo, pensando en las comunidades, en que si usted lo que tiene es una terraza y quiere hacer un salón de fiestas, por ejemplo, debe comprometerse en buscar soluciones para evitar molestias al entorno, en todos los sentidos.

Los órganos de control del Estado también deben ponerse a la altura. Todos: saber identificar las violaciones y atajarlas, llamar la atención, y cuando esto no funcione, actuar en favor de la mayoría, del bien…, empezando por las organizaciones del barrio, los delegados, los jefes de sectores.

Hacerlo sin extremismos, sin festivales de multas, pero hacerlo: Encontrar el fiel en la balanza entre la ganancia que es, en primer lugar aunque no exclusivamente, privada, y el bienestar de la población. No será fácil, pero tampoco imposible.