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“Uno más y arrancamos”, dijo el chofer, en la terminal santiaguera de Calle 4; yo andaba en busca de algún “almendrón”, ansiosa por llegar pronto a Guantánamo, después de una semana en la Universidad de Oriente; mi Alma Mater.

El “uno más” soy yo, me dije a toda carrera, y en un pestañazo estuve en el asiento delantero derecho del “pisicorre”, sin reparar en la mujer que, sentada entre el chofer y yo, permanecía silenciosa.

Tras el “nos fuimos” anunciado por el conductor, con el vehículo en marcha, acoplé los audífonos al celular y estaba lista para llevármelos al oído, pero no pude: un sollozo a mi izquierda interrumpió el ritual.

Miré a la desconocida compañera de viaje. Su ropa denotaba sencillez; tenía las manos temblorosas, aferradas a un pañuelo blanco, con el que procuraba desalojar la humedad de aquel mar de tristeza que eran sus ojos.

— ¿Se siente mal?, ¿necesita ayuda?, ¿le ocurre algo? –pregunté en seguidilla.

— Acaban de carterearme –balbuceó en voz baja, quizás para que los demás pasajeros no vieran las lágrimas en torrente por aquellas mejillas estrujadas, más por el despojo de una mano ratera que por la huella natural de sus 50 años -me robaron los 5 mil pesos que tenía para el cumpleaños de mi nietecito; ¡por Dios!

Me golpeó su dolor. Una sustancia húmeda empezó a nublarme la vista, mientras la contemplaba, sin nada más que decir, sin nada por hacer: la pena de esa mujer “cartereó” mi tranquilidad.

Puse mi mano, libre de todo, en su hombro y ella, tal vez compadecida de mí, empezó a fingir una tranquilidad que no tenía, como no la tuvo mi madre en la tarde de unos años atrás, cuando regresó al hogar con el rostro desencajado, y sin el monedero con el que se subió a un ómnibus de mi querida Guantánamo. Todavía puedo ver su cara, sentir mi impotencia.

La timada no dijo más palabras y el viaje siguió su curso. Yo guardé los audífonos y me quedé con mis preguntas, absorta en por qué y condicionamientos, tratando de entender más allá de la historia, de la carga triste de aquel pisicorre levantando polvo sobre la carretera.

Pensé en ellas, las robadas: en mi madre y en la que podría serlo. En los tiempos duros, en la deshonra que no pasa aunque sea con el pretexto de la pobreza, en las oportunidades de este país a pesar de todo…Y pensé en ellos: los ladrones.

¿Quién sabe? Quizás una indiferencia, un descuido familiar, escolar o social en algún momento le “carterearon” el decoro y los sueños al autor del robo a la afligida viajera, cuyo nombre -por más de una hora y media- no quise preguntar.