Quién dijo, de los comienzos, que son todos iguales, difíciles. Quién osó -al menos, hizo el intento- simplificar el instante, la sensación sinigual de las primeras veces, de cada una de ellas.
En las escuelas, por estos días, se viven algunos de mis comienzos preferidos. El primer día de clases, de escuela, maestros, compañeros, uniformes, asignaturas, horarios: el preámbulo del milagro, no siempre valorado, de la educación.
La energía se siente. Va asomando en agosto, con los apuros de las agujas y los “falsos”. Se agita con los días, con la inminencia de septiembre y el furor de los últimos preparativos, hasta que explota de emoción con la entrada a las aulas: el nuevo mundo.
No es, sin embargo, un camino de rosas. Nunca lo ha sido, pero ahora la crisis económica hace lo suyo y la inflación se envalentona, “inflando” los ánimos al mismo ritmo que mengua el bolsillo.
Porque un hijo en la escuela es lo básico: que exista el maestro, el libro, el medio de enseñanza, el aula, y el alumno; pero también uniformes, ropa interior, cintos, mochilas, medias, libretas y lápices extras y un etcétera que dependerá de la economía individual y de lo que consideremos, como familia, necesario.
Así es. Ha sido siempre.
Pero, en medio de todo, está lo esencial: el acto de enseñanza. Mientras exista un sistema que educa y personas que aprendan, el resto es complemento -necesario, pero nunca imprescindible- y, más de una vez, alharaca.
La educación, en sí misma, es un privilegio. Antes, después y siempre, y en cualquier lugar de este mundo. No importa si se concreta en los mejores sitios, con medios de enseñanza de última generación, o si el aula está en medio de un desierto en África, o en una construcción de guano “arrinconada” de lomas.
Es luz que se proyecta al futuro, al mejoramiento humano, al desarrollo…, y no se apaga, no se disimula.
Para nosotros es, además, una constante que ha prevalecido incluso en las peores circunstancias, colectivas e individuales, a pesar de todo.
Lo vivimos en pandemia, cuando la escuela se trasladó a las casas por medio de las teleclases y los profesores se “mudaron” al mundo digital con sus propios medios para que sus niños no perdieran “el hilo”, a explicar lo que la pantalla no podía.
Así ha sido desde que tengo memoria. Se educa en las escuelas, con todo y las carencias, y donde sea necesario: ahí están los maestros que dan clases a niños enfermos en casas u hospitales, y esos otros que “trepan” las lomas más altas para llegar a sus alumnos.
Una constante que, quizás por eso mismo, a veces damos por sentada; aunque haya, en este mundo, pocas cosas más hermosas que una escuela, que un primer día de clases.
Siempre me emocionan y, en algunas épocas, me resisto a escribir del tema, por exceso de apasionamiento, para no faltarle a la sacrosanta objetividad, para que no se me noten los rubores.
Pero, este año, mi hija empezó la secundaria básica. Iba con la emoción justa, hasta que llegó el momento de entrar a la escuela. Entonces, con la primera fila de primerizos, y hasta el último chico, la directora y los profesores empezaron a aplaudir.
Yo tuve que disimular y aceptar que, por esta vez, escribiría. Sin remedio.