Siempre me he preciado de ser una mujer práctica. Las enfermedades. La muerte. Las cosas que pasan. Lo inevitable. Todo hay que asumirlo como parte del paso por la vida, saber que están ahí, dentro de lo posible, para que no nos tomen desprevenidos. Sin distinciones.
Hasta un día, ya me habían advertido. Y hasta un día fue. En 2016, Oriente se movía. Actividad sísmica anómala, calificaron el evento los expertos del Centro Nacional de Investigaciones Sismológicas de Santiago de Cuba, CENAIS.
Yo casi no sentía los terremotos, pero los otros sí, y cundió el pánico. En Santiago de Cuba, en los barrios de edificios altos, sobre todo, la gente se acomodó como pudo, pasó la noche bajo las estrellas, y esperó que fuera suficiente si llegaba el terremoto grande que "ya nos toca".
En Guantánamo, quizás, con un poco menos de dramatismo.
Eso sí, nos habían pedido buscar los planes de desastre, crearnos propios, para la familia, el trabajo. Un equipaje con lo básico, la identificación a mano, y un sitio de encuentro, y alternativas por si lo peor pasaba.
En mi casa, habíamos trazado la ruta para reunirnos con nuestra hija si el movimiento telúrico ocurría en horas de escuela. El acuerdo era que ambos padres fuéramos a recogerla, y nos reuniéramos luego en una plaza cercana. Al menos un par de veces lo aplicamos, sin males mayores.
Y me llegó el turno del sufrimiento anticipado, terrible. Un día, orientaron confeccionar unas manillas para los niños con su nombre, su dirección y los números de contacto de los padres para poder identificarlos en caso de un terremoto. Fue demasiado.
La sola idea me estremeció, pero cumplí el encargo. Era una tira pequeña de plástico a la que pegamos con precinta traslúcida un rectángulo de papel con letras en azul y caligrafía cuadrada, unida por un elástico que permitía ponerla y retirarla de manera fácil.
Me recuerdo la primera mañana cuando le coloqué la identificación a mi hija de cinco años. Su manito pequeña, que apreté un poco para dejar pasar “la pulsera”. Verla jugar con el nuevo accesorio, inocente. Imaginar. Pensar. Sin descanso, sin tregua.
Ha sido, hasta hoy, una de las peores sensaciones de mi existencia. Pero, como casi todo en esta vida, ya lo tenía olvidado. Hasta ahora.
Lo leo en un periódico que no reconozco. Busco más. Indago. Veo las fotos pero pueden ser un montaje. Gajes del oficio para “no irme con la de trapo”, eso de verificar siempre.
Resulta ser cierto: en Gaza, cientos de niños van a los hospitales a que les escriban sus nombres en los brazos, en las piernas, por si los alcanzan los bombardeos israelíes, puedan los familiares identificar sus cuerpos entre derrumbes y metralla.
No es un miedo infundado. En un mes, más de 4 mil menores han sido asesinados por las bombas sionistas en respuesta al ataque de Hamas, según datos oficiales; mientras el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, UNICEF, advertía que Gaza se ha convertido en un “cementerio de niños”.
Escribo y duele. Recuerdo y duele. La imaginación, que no me alcanza, me lleva al borde de las lágrimas. Pienso en el ruido y en las culpas. En las banderas de apoyo a uno y otro bando.
Conozco el conflicto histórico. Las llamadas del “pueblo de Dios”. Las defensas de los palestinos desalojados de sus tierras, sus casas, sus libertades, sus vidas. Las muertes cuando la violencia escala, de uno y otro bandos, todas dolorosas. Pero eso, ahora mismo, no importa:
Del otro lado del mundo, hay niños palestinos haciendo filas para que les escriban sus nombres en sus brazos y piernas, por si los matan puedan ser encontrados, identificados, y enterrados con los suyos. Hay familias y madres que los llevan, que se los trazan ellas mismas.
Niños sin vida, pensando en lo que será después de la muerte. El infierno sí existe, y está en Gaza.