No se puede conocer a Cuba sin hablar de Fidel. No con aproximaciones frívolas o datos estadísticos sacados de un libro cualquiera. Conocer es entender, es mirar hacia adentro y preguntar por qué. Es desgarrar el tejido hasta llegar a la raíz de la verdad, y justo ahí -en las venas abiertas de la mayor de las Antillas- descansa el nombre del Comandante.
Fidel es tan cubano como la caña de azúcar convertida en guarapo; tan indomable como el Toa -libre desde el cauce hasta la desembocadura-; tan fuerte como un Caguairán de 50 metros en el corazón de la Sierra Maestra.
No nació revolucionario, pero sí rebelde, el ser humano más “humano”, el mejor maestro y discípulo de su pueblo. Él nos hizo gente, porque así lo soñó un día, y nos enseñó a leer y a escribir con un pie descalzo, y el otro con zapatos.
Tenía la cualidad única de ser omnipresente. Lo mismo caminaba al pie de una construcción, armado con un casco amarillo, que portaba -orgulloso- el uniforme de los Barbudos en un juego de beisbol. Iba a los hospitales y hablaba con los pacientes.
Preguntaba sobre biotecnología a los científicos responsables de vacunas y predecía, cuál meteorólogo, la trayectoria de ciclones.
Respondía, calmado, las preguntas de la prensa, sin eufemismos ni frases hechas. Aveces, incluso, con más preguntas. Enseñaba desde el hacer, y no desde el decir.
Siempre tenía tiempo para los niños, y llevaba a Martí en el lado izquierdo del corazón.
Fidel entró primero en el Moncada, bajó primero del Granma y estuvo primero en la Sierra. Fue a Playa Girón en un tanque, acompañó la despedida de las víctimas de Barbados, trajo de vuelta a Elián González y a los cinco, dejó de fumar para combatir el tabaquismo. Tenía, como nadie, la autoridad moral posible para pedir cualquier sacrificio en nombre de cualquier causa.
Hoy, Fidel no está presente. Al menos físicamente. No se le escucha hablar por horas en las marchas, los desfiles. No leemos sus habituales reflexiones sobre el destino incierto de la raza humana. No hay jueves de Mesa Redonda con explicaciones exhaustivas de la situación energética, las nuevas medidas económicas o la Batalla de Ideas.
El Comandante no nos lleva ya de la mano. Sin embargo, nos quedan sus enseñanzas. Sus preceptos e ideas. Sus proyecciones. No ha muerto ni morirá jamás mientras exista filosofía del despojo, mientras se violen los derechos humanos, mientras la guerra no sea santa, mientras no llegue ese mundo mejor del que tanto habló.
Cometió errores, como todos. Mucho se perfeccionó al calor del camino. Pero nunca perdió la esperanza, la capacidad de imaginar un porvenir seguro, y eso pesa más que cualquier equivocación. Siempre estará allí donde no se abandonen las metas, donde se diga que sí se puede.
Sus agradecidos, sin embargo, seguirán conociendo a Cuba a través de su historia y paradigma. Seguirán saludando –pecho firme, espalda recta, brazo alzado- la bandera que enarbola su figura, hoy, desde Santa Ifigenia.
No se puede tocar la eternidad, pero a veces, en instantes, se puede sentir su presencia de manera fugaz. Es en esos momentos donde solo se sabe una cosa con seguridad: esté donde esté, como esté y con quien esté, Fidel Castro está allí para triunfar.