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IMG 20250127 224011Este 18 de abril cumpliría 53 años el trovador Eduardo Sosa y para él estas líneas, donde quiera que esté con su guitarra y amor de cubano.

Comienza a amanecer el 12 de febrero y una llamada de mi padre me despierta con la noticia de la muerte del trovador Eduardo Sosa Laurencio. Instintivamente, prendo el computador para escribir sobre Sosa, pero rápido vuelvo a la cama.

Sé que ahora lloverán en las redes sociales digitales y en los diferentes medios de información los mensajes de condolencias a familiares y amigos, las crónicas, los merecidos reportajes y escritos, sobre el cantautor cubano. Entonces prefiero esperar y escribir en reposo sobre “el gordo con guitarra” como lo llamé desde nuestro primer encuentro, hace ya varios años, en el entonces pedagógico Raúl Gómez García, de Santiago de Cuba, sería el año 1992 o 93.

Fue en una de esas actividades que preparaba la tropa de extensión universitaria del Instituto que dirigía el profesor Ramiro.

No nos habíamos visto antes, cada uno de nosotros hacía sus cosas en el movimiento de artistas aficionados, muy fuerte en esos años desafiantes de Período Especial.

Yo estaba en la facultad de Educación Primaria y Especial que radicaba en el reparto Versalles. Él en la sede del Instituto, donde ya eran conocidos sus acordes de guitarra y canciones. Ya por entonces no había que hacer ninguna profecía “nostradámica” para saber que esa voz y sus creaciones se perfilarían legendarias dentro del inmenso panorama trovadoresco cubano.

Como suele suceder cuando de por medio está la trova, la poesía, los cuestionamientos, la Patria; fue rápida nuestra conexión y la unión con ese grupo que formaban, la cantante Kilmenis Mestril, el otro trovador Oscar Leyva, Baby y el actor Luisito Carreres, el poeta Rogelio Ramos y otros nombres que escapan de la memoria.

Era una época en que muy pocas cosas no hacían falta para vivir y soñar. “Y si nos hacían falta, tampoco las teníamos compay”, como un día me dijo.

Eran años sin internet, pero igual, eran muchas las influencias que llegaban y mucha la música enlatada.

El llamado campo socialista desaparecía y con este el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME).

Fukuyama proclamaba el fin de la historia, las estatuas de Lenin caían en los llamados países socialistas de Europa, y con ellas un montón de teorías, cientos de horas de clases dedicadas al fundamento político y visiones que nos habían hecho parir, más por cesárea que por parto natural.

Unos años en que algunos amigos del barrio y de la escuela, novias y novios se marchaban del país, y a los que les dedicábamos el poema Para Bárbara, de Victor Cassaus, mientras nosotros seguíamos “cantando aquel himno que ya no entenderían”.

Participábamos en cuantas actividades programaban la FEU y la juventud del centro. Teniendo sólo como estímulo una cinta de tela que nos colocábamos en la frente con la frase Cuba Va.

Fueron años de muchos contactos y encuentros, casi siempre informales y en los más singulares escenarios: un banco, un muro, el tronco de un árbol, una litera o en “la playa del pedagógico” como escuché llamarle al gordo Sosa, a la siempre vacía piscina del Instituto.

Recuerdo la noche en la que en ese mismo lugar confraternizamos con un grupo mexicano de música folklórica de nombre Frontera, formado por jóvenes universitarios del hermano país.

Nosotros, los de cultura en la FEU, el día anterior habíamos atendido a los mexicanos, y entre nuestras ofertas estuvo aquel líquido que se conseguía en beca, y al que con orgullo llamábamos “ron artesanal”.

Los de Frontera para devolver la cortesía de aquel cubanísimo gesto, a un grupito nos invitaron a una velada de música mexicana donde no faltaría el famoso tequila.

¡Imagina tequila! Una bebida de la que Sosa, yo y los otros del grupo solo conocíamos su nombre. La oferta era muy tentadora. A mí me tocó la tarea de conseguir los limones para acompañar el trago. Limones, tan difíciles de encontrar entonces como ahora, pero la misión fue cumplida con creces.

Aquella noche comenzó con Te Perdono, de Noel Nicola, y como es de imaginar por allí desfilaron Silvio, Pablo, Vicente y Santiago, Carlos Valera, Sindo, Matamoros, Agustín Lara, las canciones de Eduardo, narraciones orales y hasta cuentos de Pepito, para culminar en un mar de rancheras.

En días como hoy llueven muchos los recuerdos de nuestras conversaciones, sea en los festivales de la FEU, en la Casa de la Trova santiaguera o en la de mi tía Caridad compartiendo un salvador potaje de chicharro con boniato.Sosa

Su apreciación de los montajes del grupo de teatro, llevando a las tablas Andoba, Santa Camila de la Habana Vieja y hasta el Réquiem por Yarini. Sus sugerencias a Leyva y a mí, sobre los intentos de hacer una especia de teatrova, combinando canciones con narraciones orales, sacadas de los textos de Nestor Martínez Santaelice o sobre los epigramas que por entonces escribía o “el padre nuestro a la calle Heredia” que un día me dijo me lo musicalizaría.

En más de una ocasión nuestros encuentros serían en la autopista donde coincidíamos haciendo “botellas”. Él para Mayarí Arriba en el santiaguero municipio de Segundo Frente, y yo para Guantánamo.

Y como parte de una misma generación, nuestras historias coincidían en muchos puntos, y recordábamos variadas historias, de nuestros primeros amores, la secundaria, el preuniversitario y la infancia. Sosa, en su natal Tumba Siete de Mayarí Arriba, y yo en Carrera Larga, poblado del municipio guantanamero de El Salvador.

Carrera Larga o simplemente Carrera, el pueblo de mi niñez, en los años 80 del pasado siglo, pleno realismo socialista en su apogeo, vivió sus mejores años de bonanza económica, una época en que en el merendero el barquillo de helado “coopelita” costaba 15 centavos, el cochemotor daba varios viajes al día entre la ciudad de Guantánamo y el poblado de La Lima, las máquinas del ANCHAR cobraban un peso desde Carrera Larga hasta la terminal de Santa Rita y Paseo en la urbe del Guaso; mientras la radio y en aquellos resistentes tocadiscos rusos se reventaba un merengue preguntando “¿mamí qué será lo que tiene el negro?”, Juan Gabriel hacía de las suyas con Querida y Roberto Carlos buscaba un gato en la oscuridad.

Luego llegaría nuestra graduación en el 96, y el tomar de nuevos derroteros, su paso por el dúo PosTrova, y aquel encuentro en el hospital clínico quirúrgico de Santiago de Cuba donde coincidimos por ironías del destino en situaciones muy diferentes. Yo esperando el nacimiento de mi hija Claudia, mientras la madre de Sosa se debatía entre la vida y la muerte.

Como es lógico, con los años nuestros encuentros fueron más distanciados, pero siempre que se daban, sea en una Jornada de la Canción Política, un concierto y hasta en la Asamblea Nacional, había tiempo para el abrazo, el preguntar por la familia y “de cómo va la vida compay”.

Fue en la noche del pasado 27 de enero la última vez que nos vimos. Allí en el guantanamero parque Martí, en la tradicional velada al Maestro. No podía ser de otra forma mejor, también coincidíamos en la devoción por “el más universal de los cubanos”.

Entre canción y canción, hablamos rápido, de su tarea en Guantánamo por esos días como vicepresidente de la Uneac y de sus deseos de estar en la cruzada teatral.

Con un “por ahí nos vemos” pactamos para un pronto encuentro. Lo demás es historia. La muerte, el destino, físicamente nos los arrebató a todos.

Sin embargo, ahora creo que es verdad, que cual pensamiento metafísico, Sosa no se fue, está en muchos corazones, canta y suenan sus acordes en otra dimensión, mientras lo encontraremos en otro niño o joven, en otro gordo o flaco con guitarra. Nada que por ahí nos vemos compay.