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Salía del periódico un miércoles a mediodía, con el estómago “rugiendo” después de revisar los trabajos para la edición del viernes. El sol picaba sin piedad mientras caminaba, cuando decidí probar el servicio de la pizzería-mipyme que queda en la esquina contraria a mi casa.

Detrás del mostrador, una mujer con el pelo recogido en un moño tirante y los labios fruncidos en una mueca permanente, atendía a nadie mientras deslizaba el dedo sobre la pantalla de su teléfono. El volumen alto de un video de comedia dejaba claro que mi interrupción no sería bienvenida.

"Buenas tardes", dije con una sonrisa que no fue correspondida.

Ella alzó la vista por un segundo, suficiente para lanzarme una mirada que decía claramente '¿otro más?', antes de señalar con la barbilla hacia el menú pegado en la pared.

"Quisiera una pizza de jamón y queso, por favor".

"Son 250 pesos", respondió sin apartar los ojos de su teléfono, como si los precios estuvieran en su pantalla y no en el menú que acababa de señalar.

Al sacar mi móvil para pagar digitalmente comenzó el verdadero espectáculo.

"No aceptamos transferencias", dijo con la seguridad de quien ha dado esa respuesta mil veces.

"Pero tienen el código QR pegado justo al lado de la caja", insistí, señalando el adhesivo con el logo de Transfermóvil que parecía nuevo.

"El sistema no funciona hoy", agregó sin inmutarse, ahora con los brazos cruzados, desafiante.

Indignada, mencioné que trabajaba en el periódico local y que negarse a aceptar pagos electrónicos iba contra las regulaciones. Su expresión cambió de aburrida a alarmada en un segundo.

"Espere, espere, déjeme ver", dijo de pronto, buscando bajo el mostrador el mismo lector de QR que minutos antes “no funcionaba”.

Mientras procesaba el pago, su comentario final cayó como baldazo de agua fría: "Tanto alboroto para comprar una pizza de 250 pesos".

Los otros clientes, hasta entonces silenciosos espectadores, comenzaron a murmurar. Un hombre mayor sacudió la cabeza. Una joven madre con su niño en brazos lanzó una mirada de reproche. El ambiente se cargó de esa electricidad típica cubana cuando la gente decide que ya es suficiente.

El dueño, un joven sudoroso con un pulóver del Real Madrid, apareció como por arte de magia al escuchar los murmullos.

"¿Problemas aquí?", preguntó con una sonrisa tensa.

Lo que siguió fue un “ballet” de disculpas públicas, promesas de mejoras y ofrecimientos de pizzas gratis que no pedí. Mientras el dueño hablaba, la empleada se quitaba el delantal con movimientos exagerados, murmurando entre dientes:

"Tanto show por una miseria de pizza...".

Salí con mi pedido -ahora frío por el tiempo perdido- y pensé en la verdadera miseria. No eran los 250 pesos de mi pizza, sino esa actitud tan común: una mezcla de desidia, mala educación y rebeldía mal entendida que nos hace la vida más difícil a todos.

Unos metros más adelante, la (ex)dependienta le contaba por teléfono -a alguien de confianza- lo que le había ocurrido. "No es fácil, niño, lo que uno tiene que soportar", le decía.

Eso mismo pensé, mientras le daba la primera mordida a mi pizza.

No es fácil, niño, lo que uno tiene que soportar.