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reportaje escuela pedagogica 3La escuela, como nunca antes, vive bajo presión. Cada día enfrenta, además del reto de formar a las nuevas generaciones, el hecho de que al cumplir su función social debe lidiar con tensiones familiares, carencias materiales y problemas que no se quedan en la calle, sino que cruzan la puerta del aula y se sientan ante cada mesa.

No es sorpresa actualmente encontrarte un joven que con solo 14 años, se cree dueño del mundo, irrespetuoso, que interrumpe la clase, violenta a sus compañeros, a los medios básico… aunque sus calificaciones demuestren que es, o puede llegar a ser, un genio; su conducta refleja una fractura que no reparará la escuela, porque de ahí no proviene el problema.

El aula es espejo de la sociedad. Allí se revelan las carencias de la familia, las huellas de la comunidad y las grietas de un tiempo marcado por cambios y dificultades. Educar deja de ser ya el mero acto de enseñar contenidos, se trata de acompañar a jóvenes que cargan heridas invisibles y que, en muchas ocasiones, llegan a la escuela sin el sostén afectivo necesario.

La Constitución de la República, el Código de las Familias y el Código Civil son claros: el deber de educar no recae solo en la escuela. Padres, madres, tutores y comunidad comparten la responsabilidad. La ley es precisa cuando ordena que el interés superior del niño guíe cada acción y cada decisión. Sin embargo, el papel aguanta todo y la vida cotidiana suele poner a prueba estos principios.

Mientras la migración deja hogares incompletos, los padres, en busca de mejores condiciones delegan la crianza en abuelos cansados, el resultado son jóvenes que crecen con vacíos emocionales y carencias de límites. La disfunción familiar se convierte en un terreno fértil para la rebeldía, la violencia y la apatía. A eso se suma la amenaza de las drogas, que, aunque no son un fenómeno masivo, ya preocupan por su capacidad de arrastrar a jóvenes desprotegidos.

La era digital agrega nuevas tensiones. Internet, sin la guía adecuada, ofrece referentes superficiales y promueve un consumo vacío que desplaza el valor del esfuerzo. Muchos buscan brillar de inmediato y se cansan del camino lento y disciplinado. Mientras tanto, los parques y plazas que antes eran refugio de juegos, se convierten en escenarios de violencia o hábitos dañinos. El espacio público pierde encanto y el ocio sano retrocede.

La escuela, a su vez, arrastra limitaciones propias. Falta de recursos, déficit de maestros y exceso de burocracia reducen la capacidad de atender al estudiante como individuo. El riesgo es claro: los jóvenes conflictivos terminan excluidos, ya sea por la repetición de cursos o por el abandono escolar. Y cada exclusión es una herida que marca no solo al alumno, sino a la sociedad en su conjunto.

No obstante, Cuba cuenta con fortalezas que no deben subestimarse. La tradición pedagógica, el compromiso de muchos docentes y un marco legal avanzado son recursos de un valor incalculable. El reto está en activarlos con mayor coherencia y unidad. La familia necesita dialogar más con la escuela, y la escuela debe escuchar más a la comunidad. La educación no puede ser un esfuerzo aislado, porque un adolescente necesita sentir que todo su entorno lo respalda.

Un joven rebelde no es una causa perdida. Con acompañamiento puede transformarse en un líder positivo. La exclusión apaga, pero la inclusión enciende. Por eso, la tarea no es empujar hacia fuera al que incomoda, sino tender puentes para que encuentre sentido y dirección. Cada proyecto cultural, deportivo o recreativo que nace en los barrios puede ser la llave para rescatar vidas y construir esperanzas.

El futuro no depende solo de cifras económicas. Depende, sobre todo, de la calidad humana de sus ciudadanos. Un país sano y próspero requiere jóvenes críticos, responsables y comprometidos. Las leyes ya marcan el rumbo, pero no basta con citarlas: hay que cumplirlas en la vida diaria. Cada niño debe sentir respaldo, cada adolescente debe saber que importa, cada familia debe asumir su deber.

La escuela seguirá bajo presión, pero no está sola. Si la familia, la comunidad y el Estado caminan junto a ella con mayor entereza, la presión se convertirá en impulso, ese que transforma en ala firme y segura, capaz de sostener el vuelo de una Cuba más justa, sana y participativa.