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Por Cuba juntos creamosCuando era niña, el Primero de Mayo olía a café recién hecho y a tela almidonada. Mis abuelos -obreros jubilados- me llevaban de la mano entre la multitud de carteles, himnos, consignas y banderitas de colores. Caminábamos con una mezcla de compromiso y tradición en el pecho.

La ciudad de Guantánamo amanecía con un bullicio distinto. Desde temprano, las calles aledañas a la Plaza de la Revolución Mariana Grajales se llenaban de risas, congas improvisadas y el repicar de tambores. No era solo un desfile; era un reencuentro masivo de compañeros de trabajo que llevaban a sus hijos en hombros, de vecinos que se saludaban con abrazos efusivos.

Desde entonces, cada año, las calles se pintan de colorido: a veces blanco, rojo o azul; también del color del esfuerzo y la sonrisa. Sin embargo, hoy, décadas después, la combinación entre conciencia y costumbre -con la que marchaban mis abuelos- sigue intacta.

Las banderas asoman en ventanas de edificios, atadas a bicicletas, convertidas en capas infantiles. Las enseñas nacionales se muestran con orgullo desde los balcones. Es más que patriotismo: es cuidar la Patria, que es también hacerla.

Los niños convierten el asfalto en patio. Corren entre las piernas de los adultos, ondean banderitas de papel que luego guardarán en algún lugar de la casa. Una niña de no más de cinco años, sentada sobre los hombros de su padre, lleva un cartel que resume el día: Yo también soy el futuro.

Los sindicatos llegan en bloques, con pancartas que celebran las conquistas y los sueños, sin dejar de reconocer las contradicciones. No faltan, a su vez, quienes convierten la masividad en familia: el electricista que lleva a su hijo por primera vez; la tía que toma de la mano a sus sobrinos y se abre paso entre la multitud; el grupo de amigos que improvisa una conga con los instrumentos que tienen a mano.

En un rincón, un grupo de jubilados recuerda las décadas pasadas. "Antes esto era más disciplinado", dice uno. "Pero seguimos riendo, ¿no?", le contesta otro. "¿Que por qué vengo?" -se suma un tercero-. "Porque aquí conocí a mi esposa en el 78, porque en el 94 vine, aunque no tenía zapatos, y porque hoy vine a recordar que no estoy solo".

Siempre hay un momento donde todo parece suspenderse: alguien pasa un termo con café; dos compañeros de fábrica, separados por años de jubilación, se reconocen entre la multitud; una mano alcanza otra, tratando de no alejarse. Son instantes que explican por qué la gente sigue viniendo. Alguien grita: "¡Esto es Cuba, compay!" y nadie lo contradice.

Esta es más que una marcha, es la cita anual donde el pueblo guantanamero se convierte en protagonista absoluto de su propia epopeya cotidiana.

Y al final, como siempre, muchos no se van a casa. El desfile deriva en parques llenos de familias compartiendo, en calles donde sigue sonando la conga mientras el cuerpo aguante. "Esto es identidad", dice una maestra retirada, mientras mira el gentío con una sonrisa que guarda décadas de recuerdos.

Por mucho que lo intenten difamar, el Día de los Trabajadores en Cuba no es solo un acto de reafirmación política; es un ritual de pertenencia. Se marcha también por la fiesta del después, por el compañero que dio la mano en un año difícil, por el recuerdo de un abuelo que enseñó a amar esta tierra y por la esperanza de que un futuro mejor es posible.

Este Primero de Mayo volvió a amanecer con olor a tierra caliente y a café recién colado. Dejó anécdotas que se repetirán hasta el próximo año: la pancarta que casi se desarma al doblar, el niño que se durmió en medio del bullicio, el jubilado que bailó como si tuviera veinte años. No es romanticismo: es la verdad de cada conga, de cada bandera en movimiento, de cada guantanamero que hoy volvió a casa con los pies cansados, pero el corazón ligero.

Mañana volverán los desafíos, los inventos del día a día, pero en el desfile, como en cada Primero de Mayo, hubo música, risas y esa rara magia que persiste desde mis abuelos, y que ocurre cuando un pueblo decide que la esperanza y el afán de seguir adelante pesan más que cualquier cansancio, porque, pese a todo, siguen siendo dueños de su historia.