La vi en el portal de Marta con un cartel que decía "Se vende" pegado con esparadrapo en una de sus patas. Aquella mesa de caoba, la misma que durante años fue testigo de tantas cenas familiares en el edificio, ahora esperaba un nuevo dueño bajo el sol inclemente del mediodía.
—¿Vendiendo la mesa, Marta? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Ella, envuelta en un vestido floreado que le quedaba demasiado holgado, se encogió de hombros.
—Ya no la uso. ¿Para qué una mesa tan grande si vivo sola? —sus ojos se perdieron un momento en el vacío—.
Era una mesa robusta, de esas que ya no se hacen, con arañazos que contaban historias.
Los domingos, antes, era un espectáculo verla: llena de platos, sillas, gente, familia.
Primero se fue Javier, el menor. "Es solo para probar suerte", dijo. Luego Roberto, con su familia completa. Después, la hermana, que se llevó a su hijo. Y así, poco a poco, las sillas fueron quedando vacías.
—Al principio seguía poniendo los platos, como si fueran a llegar —confesó Marta, pasando un dedo por el polvo acumulado en la superficie—. Hasta que un día me di cuenta de que estaba hablando sola.
El mantel, ese mismo que tantas veces lavó a mano, ahora guardado en un cajón porque "da pena verlo tan solitario".
Marta intentó adaptarse. Puse la mesa contra la pared, convertí parte en escritorio, me dice. Pero cada vez que pasaba junto a ella, sentía un peso en el pecho.
—A veces me siento yo sola, aquí en un extremo, con el plato vacío enfrente —susurró—. Y me parece oír las risas de antes.
En la mesa de Marta no se sienta el hambre, sino la ausencia, los "pásame el pan" y los "cuéntame tu día".
Al final, no compré la mesa. No iba a hacerlo, de todas formas.
En Cuba, hay miles de mesas como la de Marta: sólidas, bien construidas, vacías. Muebles-fantasma que guardan ecos de conversaciones perdidas, de platos que ya nadie comparte.
Los especialistas miden la emigración en porcentajes y remesas. Los estadísticos hablan de cifras y efectos demográficos, pero la verdadera historia está escrita en las mesas abandonadas, en esos trozos de madera que fueron testigos mudos de familias enteras que se desdibujaron.
Marta sigue esperando que alguien compre su mesa. Sus hijos siguen enviando dinero. Cuba sigue siendo ese lugar donde el amor, también, se mide en sillas vacías y en manteles doblados que ya nadie despliega.