Salimos de La Máquina temprano. El cielo estaba lleno de nubes grises que amenazaban con lluvia y de vez en cuando sentimos una leve llovizna. Los trabajadores del campamento nos despidieron con un buen desayuno de chocolate y pan con revoltillo. Estábamos felices por haber probado aquello.
Nuestro próximo campamento fue en el poblado de Sabana, un pueblo pequeño e intrincado con una historia interesante. Se dice que, en junio de 1878, las fuerzas mambisas tomaron y quemaron el poblado, que anualmente celebra ese hecho entre los habitantes.
Llegamos cantando, como siempre, y desde los portales de las casas salían niños a gritarnos y darnos la bienvenida. Cada vez me convenzo más de que la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa es algo necesario. Más que una intervención comunitaria, es una inyección de amor a las comunidades distantes, sin importar lo difícil que sea el acceso.
El lugar del campamento fue en la unidad militar del Ejército Juvenil del Trabajo (EJT), donde los propios trabajadores se pusieron a nuestro servicio, entre ellos Liyo, la cocinera más pícara y zalamera que he conocido, bromeando siempre con los cruzados y dándole su toque de sazón a la comida. Me contó que está con la Cruzada desde hace 17 años y que recuerda siempre a los que pasan a conocerla. También que guarda con mucho sentimiento los recuerdos que dejamos a nuestro paso, ya sea un pulover, un folleto o una gorra.
Cuando entramos a los dormitorios, ¡vaya sorpresa, había literas con almohadas! Eso fue una alegría total. Muchos estaban cansados de dormir con los colchones tirados en el suelo y con la ropa doblada para reposar la cabeza. Incluso José Julián, el joven historiador habanero, cayó en tal estado de euforia que inmediatamente tendió su cama y se acostó a dormir.
A las 6 de la tarde, Ramón Paniagua Lanfernal, el productor general de la Cruzada, sonó el silbato y ya todos sabíamos lo que venía a continuación: ¡QUÉ RICOOOOO! Salimos corriendo hacia la cocina con los pozuelos en la mano. Era la hora de la comida. Los primeros en llegar fueron los muchachos del Teatro La Proa, seguidos por la Compañía de Variedades de Santiago de Cuba y después el equipo de prensa e investigación, conformado por Nailey Vecino, del Sistema Informativo Nacional, José Julián Valiño y yo. Liyo servía con gusto mientras apresuraba a los rezagados, porque a las siete en punto debíamos salir hacia la función nocturna en el poblado La Ceiba, un poco distante del campamento.
El viaje duró 20 minutos y cuando llegamos ya parte del público nos esperaba a pesar de la falta de electricidad. Los utileros armaron todo, conectaron la planta eléctrica, encendieron las luces y la sonrisa de los niños empezaron a regocijar a los artistas. Si alguien se pregunta el objetivo de esta epopeya, yo puedo responderle que está en los rostros de esos pequeños y en la sonrisa de aquellos que buscan un momento de sosiego y diversión.
El proyecto La Cuadra, integrado por los mellizos Fernando y Felippo Tomás Velázquez, empezaron el espectáculo con una narración oral de Juan Haragán, seguidos por La República del Caballo Muerto, por parte de La Proa y, para finalizar, un número de variedades circences por los santiagueros. Todo salió bien, como de costumbre, y terminamos cantando “A Baracoa me voy…”.
Ya podemos retirarnos a descansar a sabiendas de que mañana nos espera un paraíso terrenal. Un lugar, al parecer, dibujado por Dios con el mejor entusiasmo. Hablo del poblado de Yumurí, donde el río confluye con el mar y los pobladores son muy hospitalarios. Para cualquiera de ellos es un orgullo que algún cruzado pase una noche en su casa o acepte desayunar, almorzar, cenar…
Al regresar al campamento, todos están agotados. Caen en sus camas y casas de campaña como si fuera lo único que desearan en ese momento. El día resultó provechoso y eso nos reconforta. Sólo queda cerrar los ojos hasta el alba, cuando un silbato suene y se oiga una voz que dice QUE RICOOOOO.