Me estremeció. Desde el recodo de un jardín de la casa, una morada de esas que en las profundidades del reparto residencial Caribe, en la ciudad de Guantánamo, se distinguen por el visible bienestar de su patrimonio verde, un joven que me ve, zapato en manos y un pie sobre el asfalto caliente, pregunta a un anciano que riega el jardín mientras él recorta el césped del mismo patio:
- Abuelo, ¿qué le habrá pasado a ella?
El anciano le pide que se acerque a mí y así sabrá.
- ¿En qué le puedo ayudar, señora?, obedeció el chico.
Que me llamara señora y no tía, abuela, vieja o cualquier apelativo de mal gusto que de tantas bocas salen por ahí, fue la segunda sorpresa. La primera, que se preocupara por la angustia de una desconocida.
Le explico que una de las sandalias, recién compradas en las estanterías donde todo es el revolico de un montón de cosas bien caras, ha largado la hebilla tras un estrepitoso tropezón que me llevó al piso ante los ojos de un "piquete" que, sentado en medio de la acera, donde se vendía detergente, desodorante, mango, ropas y zapatos de uso..., ni se inmutó por mi accidente.
-Tranquila, señora. Venga, mi abuelo y yo le arreglaremos el zapato, dijo el muchacho de la casa de lindo césped, mientras me invitaba a pasar y me aconsejaba olvidarme de “esos que permanecen sentados ahí, burlándose de los demás, criticando los problemas del país y ganando dinero sin hacer nada".
-Pase, por favor, me insistía cortésmente: "Siéntese, que aquí en el jardín hace fresco y los sillones son cómodos". No me podía creer la escena, pero descansé cómodamente, mientras abuelo y nieto remendaban mi zapato y la madre del muchacho se interesaba por las consecuencias de la caída.
En realidad no sufrí mucho, pero aun así, la solícita familia me suministró paracetamol y un fortísimo mentol de caña santa, del usado por la abuela del jovencito para calmar sus dolores reumáticos.
-Puede estar ahí todo el tiempo que desee, dijo Jorgito, "mi salvador", quien cursa el noveno grado, y continuó sus labores con el abuelo, Jorge Luis, jubilado tras 30 y tantos años ejerciendo su oficio como contador.
Sobre el impecable piso del portal, la niña de la casa, Isabelita, de siete años de edad, conforma una flor con los pétalos de papel coloreados con crayola y recortados por su hermana Elena, estudiante de Pre. La ayudan también Isabel Cristina, madre y joven enfermera, y Luz Marina, su abuela, hoy jubilada de Transporte.
Cada cual en lo suyo, incluso yo, con mi manía de andar siempre agenda y bolígrafo en ristre.
-¿Usted es como mi abuela, que anota las cosas que tiene que hacer cada día para no olvidarlas?, me pregunta Ia menor de la casa.
-Sí, es que ya estoy vieja, respondí.
-Disculpe, pero no se dice vieja, es feo y a algunas personas no les gusta que le digan así, ¿a usted le molesta que le digan vieja?, inquiere la niña.
-Bueno, depende, porque a veces lo dicen despectivamente y de esa manera es desagradable, contesto.
-¿Cómo es despectivamente?, vuelve a la carga Isabelita.
- Esa vieja, por ejemplo, respondí.
- ¡Ah sí!, es lo que me dice mi abuela, que es mejor decir señor o señora, y así nadie se siente mal, y tampoco es bonito decirle abuela o tía a quienes no son tu familia. Yo le digo mi vieja y ella, mi abuela, se sonríe, porque se lo digo con cariño.
-Claro...
Debo marcharme y me ven en plan retirada. El anciano corta una flor del jardín y se la entrega a Jorgito, quien me pide permiso y la prende en mi bolso. Isabelita aconseja que tenga más cuidado en la calle, mientras los adultos me ofrecen su casa y su jardín cuando lo desee.
Parecía en estos tiempos un sueño lo vivido. Pero no, entre nosotros hay muchas historias parecidas.
Vivencias que confirman que ni las colas, el estrés por las carencias hogareñas o las guaguas infrecuentes, y los motoristas que cobran más de lo que deben,... nada de eso hecha por tierra una educación familiar sólida, que inculca el amor al prójimo, la solidaridad y la decencia como verdaderos atributos de una buena persona.