CubahoraUna vez escuché a una madre decir que, durante el embarazo, dos corazones latían en su interior y, al dar a luz, el más importante de ellos lo hacía fuera de su cuerpo. Sentí por primera vez, con aquella frase, un atisbo de lo que era la maternidad.

Ser madre debe ser un proceso complicado -o al menos eso imagino. Las amamos sin ser conscientes de que la profundidad de las raíces de ese sentimiento emana de su dedicación a la felicidad de sus hijos, pero nunca nos detenemos a pensar cuánto sacrificio conlleva. ¿Deberíamos?

Mamá siempre está, incluso antes de nuestra llegada a este mundo. Nos refugia en su interior durante 40 semanas o más, y -dolores de parto y gritos de por medio- nos recibe en brazos sin pronunciar jamás palabra alguna de arrepentimiento.

Atestigua, desde la primera línea de combate, la salida de los dientes, la articulación de las primeras palabras. Se emociona ante los primeros pasos y sufre, casi como uno mismo, las caídas y tropiezos.

Nadie como ella disfruta la primera visita a la escuela, los cambios de uniforme, la ropa que nos va quedando pequeña. Los cumpleaños, las graduaciones, los triunfos y victorias, por pequeños que sean.

A ella debemos la más sagrada gratitud humana. Por aguantarnos los berrinches, los reproches. Por pasar noches en vela si nos aquejaba algún mal. Por gastar su salario de dos meses en aquello que necesitamos. Por nunca tener vacaciones. Por amarnos por quiénes somos, a pesar de nuestros defectos.

Mamá es maestra, si es necesario. Nos enseña a contar con ella, y hasta dos, tres y cuatro. Se vuelve médico ante cada padecimiento del diario. Nada como un beso en la rodilla, para aliviar el ardor de una herida, o como un abrazo, para juntar los pedazos de un corazón roto.

La experiencia -o la falta de ella- la vuelve costurera, abogada, peluquera, arquitecta, cocinera, artista, psicóloga, bruja, económica, chófer, astronauta. Amiga incondicional y verdugo, si hace falta.

Ser madre es un constante "a qué si yo voy, lo encuentro" o "¿en qué idioma tú entiendes las cosas?". Es también "¿tú te crees que yo soy tu criada?" y "reza porque se le quite esta mancha a la camisa". Al fin de cuentas, "algún día me lo agradecerás", y quizás nunca lo hagamos, pero deberíamos.

No se trata solo del vínculo génetico, grande por sí solo. Va más allá. Por eso, cada segundo domingo de mayo, se vuelve la ocasión de agasajar el sacrificio de todas las madres. La que cría, aunque no comparta ADN. La que perdió a su hijos y no pudo verlos crecer. La que brinda el vientre solidario, para cumplir el sueño de maternidad de otra.

Todas y cada una de ellas son amor, y no razón. Son sensibilidad exquisita y dolor inconsolable porque no estamos solos del todo, ni creemos, de verdad, en la muerte hasta que no se nos va nuestra madre de los brazos -como dijera el Apóstol José Martí.

Decir mamá es emplear la palabra más universal, cuando se habla de afecto. Significa amor en todos los idiomas que existe, porque no se puede comparar con alguna otra cosa. Nada es tan sublime, tan incondicional, tan infinito. Decir mamá es invocar toda la gracia divina del mundo en un solo cuerpo. Un cuerpo con forma de mujer.

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