Se llevan las uñas de unicornio. Arreglos y parafernalia cada día más estrambótica que logra efectos increíbles –menuda palabra en estos tiempos en los que poco nos sorprende. Colores espejo. Pinturas de gel de las que no se quitan. Encapsulados: un pececito a sus anchas, nadando en el absurdo.
Ofertas de microblading, más o menos permanentes, cejas tatuadas, sombreados, con esfuerzos incluso interprovinciales. Emprendedores de lo que se mueve y dé dinero. Olvídate de todo, si antes no tienes unos arcos perfectos.
Lápices para labios, cejas, contornos. Pestañas pelo a pelo. Esponjas para aplicar polvos, cremas. Cosméticos que parecen caros pero no siempre lo son. Imitaciones malas, regulares y mejores.
Máscaras. Pelo postizo, los mejores siempre “originales”, esos moños que crecen en otras cabezas para adornar la cabellera de quien puede pagarlos. De todos los colores. Rizos y planchados. Negros. Rubios. Castaños. A su gusto, al más exquisito. Al más exigente.
Tecnología al galope. Cepillos térmicos, planchas de la temperatura adecuada, rizadores, tenazas. Cada una más sofisticada que la anterior. De cerámica. De aluminio. Titanio, el mismo material con que se fabrican los cohetes que viajan al espacio.
Mejunjes para todo a la vuelta de un clic. Si quieres pelo de más, decirle adiós a esa mancha fea en la ropa. Blanquear la piel de esas zonas difíciles curtidas por el roce diario. Facebook utilitario. Instagram, Twitter.
Tiempos de engañadoras sin cargos de conciencia –olvídese de aquella famosa de Prado y Neptuno- Fajas colombianas, ropa interior que forma más de lo que resguarda. Mejoras de busto, trasero, de todo. Pacto social aceptado, belleza a lo 2.0.
Lo fútil que de pronto se convierte en necesario, en urgente. El imperio de lo plástico y el quita y pon. Lo que en un momento era la excepción y un buen día amaneció como regla. De lo que dependemos, lo que creemos importante y, en consecuencia, priorizamos.
Y preocupa. No la necesidad de la belleza, no la búsqueda de ser y parecer mejores, no el retoque necesario para estar arregladas, sentirnos hermosas, deseadas, deseables; sino los términos, hasta qué punto llegamos, invertimos tiempo, esfuerzos y dinero, en esa perfección postiza difícilmente perdurable.
Inquieta, además, la poca satisfacción con nosotros mismos, con esas características con que nacimos, y atesoran los trazos genéticos de nuestros padres, abuelos…, esos detalles nos hacen esencialmente diferentes, irregulares, únicos en definitiva.
La insistencia de que nada es perfecto sino es construido a tales efectos, la belleza presentada como un horizonte utópico y urgente al cual, ahora mismo, es muy difícil encontrarle los límites.
Sé que alguien dirá que cada quien es dueño de sí mismo, de sus decisiones, de sus valores…, y sé que a estas alturas nada –mucho menos unas palabras- cambiará el rumbo al galopante mercado de lo estético.
De modo que, a estas alturas, solo nos queda influir en nuestros pedacitos, en nuestros hijos, en las personas que queremos, y en cuanto a los demás, esperar por su propio bien que hayan cultivado en valores, educación y principios, lo suficiente como para que los cobije cuando todos esos postizos –por cosas de la vida y el mal pegamento- empiecen a caerse.
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