Captura de pantalla 9 8 2025 212319 Ya no hacen muñequitos como los de antes -me dice una vecina. Tengo un niño de 5 años, que solo sabe de Paw Patrol, Miraculous y Blaze and the Monster Machines.

Tú sabes, los muñequitos de ahora. ¿Cómo es eso posible?, le comento.

Es lo que dan en la TV, me asegura. Imagínate. Lo enciendes, cuando hay luz, y es lo que hay. A pocos metros de la conversación estaba él, en el suelo, absorto en una tablet donde unos personajes de colores chillones corrían por una ciudad no reconocible. De fondo, una voz en inglés traducida al español neutro decía algo sobre “salvar el mundo”.

-Daniel, apaga eso un rato -le dije, entonces-. Te voy a enseñar algo de verdad.

El niño puso cara de fastidio, pero obedeció. Encendí los datos móviles y abrí YouTube. Tecleé unas palabras en la barra de búsqueda y esperé, a merced de la conexión.

Instantes después, se reía con una voz co nocida por generaciones de niños cubanos, y que desde mi teléfono rezaba “¡Mardición, esta gente oye un tiro y enseguida nos asaltan a ma chetazos!”.

Daniel arrugó la nariz. Elpidio, desde la pan talla, esquivaba a un soldado español. -Oye, pero esto está viejo -protestó.

-Viejo, pero bueno -respondió Miriam, la madre, desde su asiento. Cuando era niña -que no fue hace mucho- las voces de los muñequitos nacionales llenaban las casas con frases que se volvieron parte del lenguaje colectivo.

¡María Silvia, vieja! o ¡Ya no tengo que ir a la peluquería, sino al hospital! eran tan comunes, tan reconocidas, tan cubanas. Lo mismo te indicaban una alerta inminente de baño: “Canelaaaaa, ven a bañarte”; que las usaba el más imprudente de los niños, evocan do al célebre Matojo: “Yo no le hago caso a lo que dice esa vieja”.

-Oye, ¿y tú no ves a Chuncha? -le pregunto entonces, medio en broma, medio en serio. El niño frunce el ceño, confundido.

-¿La dueña del perro? ¿Cacharro? Sí, a veces.

No se trata de nostalgia. Es la velocidad con la que se ha ido diluyendo un imaginario compartido, sustituido por contenidos que no reflejan ni la realidad, ni la historia, ni el humor nuestro. Y lo preocupante no es que los niños vean animados extranjeros -siempre los hubo-, sino que ya no haya equilibrio. Que lo nacional sea una rareza, algo que hay que rescatar en lugar de algo cotidiano.

El consumo cultural no es inocente. Modela cómo se piensa, cómo se sueña, incluso, cómo se siente.

Cuando las historias que consumen los niños están tan alejadas de su contexto, algo se quiebra: la identidad se vuelve difusa, los referentes se importan, los valores se globalizan sin filtro.

No se trata de demonizar lo extranjero ni de vivir anclados en el pasado. Se trata de equilibrio, de no dejar que lo nuestro desaparezca en el ruido de lo ajeno. Porque cuando un niño prefiere a Elpidio antes que a un superhéroe genérico, no está eligiendo un dibujo animado: está eligiendo un espejo donde reconocerse.

La batalla no es contra lo foráneo, sino contra el olvido. Y esa, al final, es la más difícil de ganar.

-Jajaja, ¡qué tonto es ese gordo! -se rio Daniel sin querer, al escuchar por primera vez a un grupo de mambises canturrear un ¡España, España, Resóplez no se baña! Miriam sonrió con la misma fuerza que ella había soltado 20 años atrás, en esa misma sala: la misma alegría del niño cubano que se descubre en los dibujos animados que ve.

Cuando terminó el capítulo, miró a su madre con curiosidad.

-Oye, ¿y por qué ya no hacen muñequitos así? La pregunta quedó flotando en el aire como un reproche involuntario.

El consumo cultural seguirá cambiando. No hay vuelta atrás: ¿qué tanto dejaremos que nos cambie a nosotros? ¿Hasta qué punto lo que ven, escuchan y consumen los niños de hoy los alejará de lo que son, de lo que han sido, de lo que podrían construir? -No sé, hijo. Pero deberían.

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