Ella aún no lo sabe, pero un día su cuerpo será mapa y trinchera. No conoce el peso de una vida floreciendo entre sus huesos, pero cuando la noche aprieta, a veces siente la voz de una criatura imaginaria que le habla desde el futuro, una, que dirá mamá con la boca llena, que se dormirá sobre su pecho y le llenará las manos de piedras, de flores y de preguntas sin respuesta.
Mira a las otras madres -las de ahora, las de siempre- y aprende. Las imagina a todas en un cuarto enorme, desangrándose de amor. A la que mece a su hijo contra el pecho mientras el mundo sigue girando, indiferente. A la que cose nombres en los dobladillos de los uniformes escolares. A la que enterró a su hijo y, aun así, sigue poniendo flores en el vaso de la mesa, como si la vida mereciera seguir siendo bella.
¿Cómo lo hicieron?, se pregunta. ¿Cómo no se les rompió el alma en mil pedazos?
Ella, que aún no es madre, ya lleva sus semillas. Las ha visto crecer en el cansancio de su propia madre, en las arrugas que le dibujó el tiempo mientras hacía de lo cotidiano un acto de guerra.
Las reconoce en las abuelas que le muestran fotos amarillentas de hijos que se fueron demasiado lejos, en las tías que criaron sobrinos ajenos como propios.
Ha aprendido que las madres no se definen por lo que crece en sus entrañas, sino por lo que guardan en ese lugar del alma donde no entran las preguntas; por el amor a los hijos que nacen de vientres y de elecciones: los que llegan en pañales o con maletas llenas de recuerdos ajenos; los que se gestan en silencio y los que irrumpen como tormentas y los que se eligen contra toda lógica.
Un día, quizás, ella también tendrá su batalla. Sabrá entonces que ser madre no es solo mecer y cantar, sino contener el pánico cuando la fiebre sube, aprender a amar con los dientes apretados, decidir que el corazón habitará para siempre fuera del pecho, con la misma urgencia de amor en las venas.
Y cuando arribe ese momento -si llega-, sentirá cómo el tiempo se pliega. Será entonces cuando escuche, en el eco de su propio corazón, el grito silencioso de todas las madres que la precedieron. No será un grito de dolor, sino de vida. De esa vida que se renueva una y otra vez, frágil y fuerte como el primer tallo verde rompiendo la tierra.
Y cuando irrumpa ese día -si llega-, no estará sola. Llevará consigo el ejército silencioso de las que vinieron antes: las que ya caminan con ese misterio escrito en la piel, de todos los partos posibles estallando en su pecho.
No será un grito de triunfo. Será el sonido áspero y dulce de quien entiende, por fin, que la maternidad no es un destino, sino el acto de seguir amando a pesar de la evidencia en un mundo que nace, siempre, entre ruinas y luz.
Aprenderá que no hay una sola manera correcta de ser madre, sino tantas como estrellas hay en el cielo. Y cuando ese día amanezca -si amanece- su grito será uno más en el coro eterno de quienes han tenido el valor de decir: Aquí estoy. Soy tu hogar.