El Chevrolet de la solidaridadEl Chevrolet 58 azul celeste -con más parches que pintura original- olía a sudor, gasolina y a unos tamales que una señora, sentada entre los pasajeros, llevaba en el regazo. Pepe, o así se hacía llamar el chofer, presumía de sus 30 años haciendo la ruta Guantánamo-Santiago, tiempo suficiente para convertirse en filósofo de carretera con licencia de conducir incluida.

“¡Abróchense los cinturones que esto va pa’lante como el amor de un guajiro!” anunció mientras el pisicorre ‘tosía’ humo negro por el tubo de escape. Los 12 pasajeros nos miramos. No había cinturones.

Pepe, a diferencia de sus alardes, llevaba el volante como si fuera el timón de un barco en medio de un temporal, esquivando baches con la misma fi losofía con la que los cubanos esquivamos los problemas: “Si no te mata, te hace más fuerte”.

El joven que iba a mi lado -con gafas oscuras y cara de no haber probado un buen café en meses- miraba por la ventana y suspiraba: “¿Será que algún día tendremos un transporte decente?”.

Nuestro chofer, sin quitar los ojos del camino, le contestó con el tono de quien ha visto demasiado: “Muchacho, en la vida, lo único que llega a tiempo son los problemas. El transporte y el progreso siempre vienen tarde”. La carcajada fue general. Hasta el tipo serio de traje que iba callado en la esquina soltó una risita.

La abuela de los tamales contó cómo en los 80 los ómnibus eran nuevos y con aire acondicionado, “pero como éramos jóvenes y bobos, no los cuidamos”. El chofer añadió su verdad: “Aquí nada dura, mijo. Ni los autos, ni los matrimonios”.

A medio camino, unos kilómetros antes de llegar al túnel de Songo, justo cuando el paisaje se ponía bueno para fotos, el pisicorre dio tres estornudos mecánicos y se apagó con el decoro de un actor dramático.

“Calma, gente” -dijo Pepe bajando con la gravedad de un médico a diagnosticar. Mientras daba golpes al capó como si fuera la puerta de un vecino moroso, nos iluminó con sus teorías. “Los carros viejos son como los matrimonios: a veces hay que dejarlos enfriar”.

Pero esta vez era algo más. Nos comunicó -en jerga mecánica- que era una avería, y que debíamos mantener la calma hasta que se solucionara el problema. La señora de los tamales se bajó del auto, con la paciencia de quien ha vivido muchos años. El señor del traje disparaba improperios al aire sobre cómo nos debían descontar una cantidad considerable el precio del pasaje.

El chevrolet seguía ‘tosiendo’ humo, pero ahora con menos convicción. Pepe, con las manos engrasadas y la camisa pegada al cuerpo por el sudor, seguía dando golpes al motor mientras murmuraba: “Esto no es más que un berrinche, nada que un cable y un poco de fe no arreglen”. Fue entonces cuando comenzó el milagro.

Un almendrón verde, cargado hasta el techo con sacos de algo que olía a campo, se detuvo al lado nuestro. “¿Qué pasa, asere?”, gritó el conductor, bajando la ventana. Al enterarse de nuestra tragedia mecánica abrió su maletero y sacó un pedazo de cable pelado, una pinza y una cinta aislante que ya había perdido su adhesivo original. “Esto me salvó la vida la semana pasada”, dijo con una sonrisa.

No pasaron cinco minutos antes de que otro vehículo -esta vez una moto con sidecar- se detuviera. El tipo, con pinta de haber peleado en Angola, ofreció un destornillador y un consejo: “Mira, compay, lo que pasa es que el carburador está chupando aire. Dale un golpecito ahí, no muy fuerte”.

Y así, uno tras otro, como en una procesión de santos mecánicos, los coches que pasaban se iban deteniendo. Hasta un muchacho en bicicleta apareció con una botella de agua “por si se recalienta otra vez”, y un trozo de manguera que “no está buena, pero en un apuro sirve”.

Pepe, entre cables prestados, herramientas ajenas y consejos no solicitados, trabajaba como un cirujano en quirófano. “Esto es como la vida misma”, reflexionaba mientras ajustaba tuercas con los dientes. “Cuando uno cree que está solo, siempre aparece un loco con un cable y te salva el día”.

Tras 40 minutos de improvisación colectiva, el chevrolet resucitó con un ronquido que hizo temblar a medio Songo. “¡Levántate, viejo!”, gritó Pepe, dándole una palmada al volante como si despertara a un amigo de una borrachera.

El motor ‘tosió’, ‘escupió’ un poco de humo y, de pronto, arrancó con una furia que nos hizo aplaudir como en el estreno de una telenovela.

Mientras el auto volvía a rodar -esta vez con más ‘toses’, pero rodando al fin-, Pepe miró por el retrovisor y dijo, más para sí mismo que para nosotros: “Miren esto, muchachos. En ningún otro país un carro se arregla con piezas donadas por desconocidos. Aquí no hay seguros, ni grúas, ni repuestos originales…, pero hay algo que no se ha perdido: la solidaridad”.

Comentarios   

0 #1 Miroslaba de la Cruz Santiago 14-07-2025 16:19
Interesante trabajo, me gusta la caricatura de Dalmau, felicitaciones
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0 #2 Richard López Castellanos 17-07-2025 10:07
Muy bien, Sandra.
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