Marseille okCiudad de Marsella, punto de partida y meta del viaje en lancha.

 

El color cielo claro que tiñe el agua, lo fácil que se muestran a la vista algunos peces, y la cercanía de la blanca arena del fondo avisan que estamos en zona baja y, por tanto, el jefe de policía marítima, que maneja la lancha, baja la velocidad, lo cual agradecen todos los “marineros” a bordo.

Estamos en un estrecho canal que la naturaleza se antojó en esculpir entre la Isla Mayor y el cabo de Croisette, en el mar Mediterráneo. De un lado se yergue una irregular mole rocosa, al otro se descubre un pequeño y pintoresco caserío de pescadores, protegido del azote de tormentas por un dique de inmensas piedras oscuras.

Entre las viviendas sobresale el restaurante Baie Des Singes, en cuyas blancas paredes se promociona en rojo y con grandes formas irregulares el número 0491196887, línea telefónica de la instalación.

Queda atrás la borrosa aglomeración de edificaciones de la ciudad de Marsella, que cinco minutos antes inundaba el lejano paisaje. El castillo de If, con el color roca que le sirve de camuflaje, se aleja y apenas logra distinguirse de los islotes y peñascos que lo rodean.

castillo de iffCastillo e isla de If.

Tras salir del angosto paso, el potente motor ronronea nuevamente y pone en marcha acelerada a la embarcación inflable, obliga a todos a amarrarse a sus bordes y permanecer sentados, solo separando una mano de las cuerdas de cuando en cuando para tomar alguna foto, pese a saber que está condenada al desenfoque, o corre el riesgo de que la lente reciba el impacto de las gotas saladas con que la brisa marina nos santigua con moderada constancia.

Casi rústicos, pero con una consistencia que ya supera los 70 años de existencia, en el litoral aparecen algunos de los bastiones que los lugareños improvisaron para defenderse de la amenaza nazi durante la Segunda Guerra Mundial.

Pese a la aparente tranquilidad marina y la mezcla de sentimientos que constituye el viaje, es imposible desterrar el miedo a salir lanzado por los aires y caer en medio del azul turquesa de las profundas aguas que nos rodeaban, llenas de abundante vida, incluidas más de 40 especies de tiburones.

El motivo principal de la visita es conocer parte de la costa de la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, específicamente los alrededor de 20 kilómetros que separan a la vieja ciudad de Marsella del poblado turístico de Cassis.

Marseille CassisRecorrido Marseille-Cassis por mar.

El recorrido es desde el agua al Parque Nacional de Calanques, cuyos abundantes picos pedregosos entretejen una pared irregular que se extiende en el horizonte como exposición permanente de la obra que durante miles de años han creado la erosión, los fenómenos naturales y el paso del tiempo.

Cada cierto tramo, en medio del color verde-gris del macizo calcáreo se aprecian estrechas, alargadas y diminutas bahías, calas que en el decir local hacen mención a “un valle tallado por un río y posteriormente recuperado por el mar”. Estas dan nombre a las ocho mil 500 hectáreas en tierra y 43 mil 500 marinas de dicha zona, que recibió la declaratoria de Parque Nacional, el 18 de abril del 2012, convirtiéndose, entonces, en el más joven de los 10 existentes en Francia y único de Europa, que a la vez es terrestre, marino y periurbano.

El mar, por suerte, sigue en calma, lo que hacía un poco más fácil el disfrute, aunque tal coincidencia no impidió que Juan, el traductor uruguayo del grupo, sucumbiera ante tanto movimiento, dejando a Jean-André, funcionario del Ministerio de Europa y Asuntos Exteriores de Francia, quien nos acompañó durante todo el periplo de una semana por dicha nación, como intermediario entre la guía de la alcaldía de Marsella y el cuarteto de periodistas cubanos.

La muchacha del ayuntamiento, casi sin sobresaltarse por el va y viene característico de un viaje marítimo a gran velocidad, en tono dulce y en francés fluido, suave y de palabras completas iba señalando las más conocidas calas, como las de Sormiou, Morgiou, La Triperie, Port Pin y Port Miou; también especulaba sobre viejas historias de piratas y forajidos que encontraron escondite en esa costa.

Igualmente nos habla de lo difícil que resulta manejar ese Parque, cuyos límites occidentales parten desde los barrios más al oeste de Marsella -La Panouse, Mazargues, Baumettes, La Salette, Pointe Rouge, Montredon y La Madrague-, ciudad de alrededor de 850 mil habitantes -aunque circulan a diario casi dos millones-, y se mezclan con trayectoria este con las poblaciones de Cassis y La Ciotat.

CalangesParque Nacional de Calanques.

El problema principal para la administración de Calanques es todo ese trasiego de personal de una urbanización a la otra, unido al arribo de 1,5 a dos millones de turistas que cada año se acercan a la zona para disfrutar del senderismo, las playas o simplemente el paisaje. Tanto así que ha tenido que prohibir hacer hogueras, cazar, utilizar vehículos motorizados fuera de las carreteras, acampar o pescar en zonas donde no se tiene autorizada la pesca.

No obstante, las indisciplinas son tan recurrentes que pudimos apreciar a familias acampando con sus autos a orillas de la costa, botes de motor muy pegados al interior de las calas y pescadores submarinos buscando presas en zonas limitadas.

Claro, cuando divisaban a lo lejos embarcación policial, corrían a ocultarse o trataban de montar una escena ficticia, pero se salvaban de una buena multa como mínimo, solo porque la lancha andaba en funciones turístico-periodísticas, lo que mostraba lo imperioso que resulta educar a lugareños y visitantes en la protección del entorno -donde habitan 140 especies de animales y vegetales terrestres y 60 marinas patrimoniales-, como vía para salvar esas extrañas formaciones geológicas y el hábitat que encierran.

La explicación iba en buen punto. Súbitamente, el recio oficial cambia el rumbo del bote para pegarse al litoral. Un gran yate en descanso, que, según la guía, sus dueños debieron pagar un millón de euros para poder incursionar por esos lares, marca el camino.

Mientras nos acercábamos descubrimos los altos acantilados de piedra caliza blanca, coronados por una línea de vegetación baja y raquítica. Ya era fácil escuchar desde nuestra ruta el murmullo perpetuo de cientos de miles de cigarras que conviven entre aquellas rocas y malezas, así como el canto de diversos tipos de aves que revoloteaban en custodia de sus nidos o en busca de insectos o peces.

De pronto, sobre la línea costera se abren las enormes calas de Vau y Port Pin, que comparten la misma “boca”, y tras ellas la punta de la Cacau, aviso geográfico que indica que más allá, solo la entrada de Port Miou y el cabo Cable nos separa de Cassis.

cassis 1000x600Cassis.

Si la ciudad de París asombra por sus sitios icónicos, la conservada belleza de sus edificios, el romanticismo que esconden sus cafés y restaurantes, y la elegancia y desenfado de sus habitantes, Cassis atesora la magia de estar colocada entre el mar y las montañas, en un ambiente urbano que se funde con el natural en perfecta sincronización de colores y formas. De ahí la expresión popular local que reza que “quien vio París y no Cassis no vio nada”

Por vía marítima, en ruta desde Marsella, dan la bienvenida llamativas mansiones y hospedajes -como centinelas de la orilla- donde se combinan con la abundante vegetación y playas como la de Bestouam, incluyendo una para los que prefieren bañarse desnudos pese a la posiblidad de ser vistos desde las instalaciones circundantes.

Al dejar el faro de Cassis, se abre el puerto pesquero de igual nombre, que en forma de pequeña y larga bahía se introduce en el corazón del poblado. A ambos lados, cientos de botes, lanchas y yates delinean el camino acuático a seguir hasta el fondeadero final.

La gente nos saluda con aire hospitalario, muestra de una cualidad que se atribuye bien arraigada en los cerca de ocho mil vecinos de la demarcación, aunque, a decir verdad, hasta ese momento la mayoría de los cordiales parecían ser tan visitantes como nosotros.

Detrás de los muelles se aprecia el ir y venir de personas y abundan coloridas construcciones con techos de tejas rojizas. Las calles son tan estrechas que parecen trillos citadinos y en “el cuadro” no faltan los diminutos cafés y restaurantes, que se apropian de la planta baja de los viejos edificios de apartamentos, tampoco los centros comerciales y hospedajes, o la iglesia cuyo campanario delata su ubicación una cuadra tierra adentro.

El castillo de Cassis o de Les Baux, con sus centenarios muros rodeados de pinos, despunta en lo alto de una loma. Más lejos, largos y ordenados viñedos llenan de rayas las laderas del macizo rocoso de cabo Canaille.

Tristemente no pudimos poner pies en tierra y tuvimos que conformarnos con contemplar toda la escena desde el puerto, pero como dicen por ahí, algo es más que nada.

El dios Crono era nuestro censor de recorrido, solo teníamos tres horas para la aventura acuática, y ya habíamos consumido casi la mitad del tiempo acordado desde la salida de Roucas Blanc, en Marsella, a Cassis. El regreso era la voz de orden.

La lancha voltea y realiza el mismo periplo, pero en sentido contrario. Desde varios kayaks, un grupo de turistas bulliciosos simulan ser el pelotón de despedida.

Ya superado el faro, el motor reanuda su ronroneo y la embarcación retoma el impulso, cortando nuestro deseo de seguir de pie admirando el panorama. Poco a poco el pueblo queda en lontananza y solo las lujosas edificaciones, que se extienden hasta las proximidades del cabo Cable, dan evidencias de civilización.

20180712 101544Entrada de la cala de Port Miou (el yate de la foto para entrar a esa zona su dueño debe pagar previamente un millón de euros a las autoridades del Parque Nacional de Calanques).

En el cabo variamos la dirección y nos internamos en Port Miou que, como si fuera el curso de un gran río, se interna en la vegetación hasta una pequeña playa, donde muchísimas personas tratan de refrescar, en las aguas salobres, los 32 grados de temperatura que calentaba el ambiente.

Entrar y salir fue la misma cosa, y de ahí retornamos, ahora más cerca de la costa. Los altos acantilados se muestran en todo su esplendor y el murmullo de las cigarras nos acompaña. Algunas ráfagas de viento bajan de los no distantes Alpes y enfrían el aire, pero solo por unos segundos. El clima parece loco y, para confirmarlo, el mar comienza a enfadarse.

El jefe policial, como previsión, decide separarse de la orilla e ir un poco más lento para evitar una caída. Desde la orilla, las calas desfilan nuevamente a la inversa: Vau, Port Pin, Oule, Eissadon, Devenson, Saint-Jean, Verré, Dieu Oú, Oeil, Cortiou, Escu, Podestat, Des Queyrons, Marseilleveyre, Mounine… Apenas nos detenemos para escudriñar de cerca la de Sormiou -presumiblemente la más ancha y única con un achicado puerto.

Al rato arribamos al estrecho entre la Isla Mayor y el cabo de Croisette, donde un yate de la Guardia Marina nos cruza en sentido opuesto. Los soldados van armados hasta los dientes -resulta curioso que en Francia la mayor sensación de inseguridad te la dan las propias fuerzas militares y del orden público.

¡Ya casi estamos de vuelta! La isla de If y los islotes adyacentes se redibujan en el paisaje, y un poco después Marsella vuelve a nuestro campo visual junto a las estribaciones más occidentales de Calanques, que se introducen en la periferia de la ciudad.

Barrios de pescadores, de apartamentos, de multimillonarios y emigrantes se alternan en desigual contraste, señoreados desde lo alto de la cuesta por la Basílica de Notre Dame de la Garde. La línea de meta del recorrido no era ya la zona de adinerados de Roucas Blanc, de donde originalmente partimos, sino el Puerto Viejo.

Puerto Viejo de MarsellaFaro de Santa María a la entrada del Puerto Viejo de Marsella.

Tras islas que encierran castillos y casas particulares, y bordeando las barriadas multiétnicas y multireligiosas que definen a Marsella como una de las capitales culturales del Mediterráneo, llegamos ante el faro de Santa María, guía de los barcos al interior del Vieux Port -data del año 600 antes de Cristo, al igual que la urbe-, con ayuda defensiva de los fuertes de Saint Nicolas y Saint Jean.

Puerto adentro, un mar de yates y botes ocupan ambas orillas, para luego dar paso al área principal de la urbe más antigua de Francia y la segunda en importancia, que guarda en su interior sitios conocidos como la basílica de Santa María la Mayor, el palacio de Longchamp, la abadía de San Víctor, el Museo de la Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo, el Stade Vélodrome -sede del equipo de fútbol Olympique de Marsella- y el barrio de artesanos y panaderos Le Panier.

La lancha emite un ligero mugido y pone fin al ronroneo. La guía y el oficial sonríen, mientras nos invitan a descender. El viaje ha llegado a su fin. Estamos frente al Ayuntamiento de Marsella, curioso edificio construido en 1653, y uno de los pocos que en esa zona salieron ilesos de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.

Descendemos en una especie de muelle que desemboca en la amplia acera de la Avenida del Puerto. ¡Al fin tocamos tierra! Es lo primero que avisa el cuerpo, golpeado por el abrasador sol, las gotas de agua salada y el trajín del ondulante recorrido marino.

En lo que desando los kioscos que venden jabón de Marsella y caras artesanías para turistas, asimismo en espera de la llegada del personal de la alcaldía para el almuerzo, pienso en las tres horas precedentes.

¿Quién iba a decir que podría viajar en lancha por el mar Mediterráneo, contemplar lugares que solo me eran permitidos por películas, libros y fotografías? Antes era solo utopía y locura, ahora una realidad vivida para contar y guardar.

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Comentarios   

0 #1 Karina CG 26-12-2018 23:40
Ño que viaje interesante. Espero un día poder hacer uno parecido para luego contar.
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0 #2 Mulato de Ley 03-01-2019 15:38
Todo un viaje interesante. Que se repita, que se repita. :lol:
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