playa imias

El olor a salitre invade los pulmones. El mar deja escuchar su cercano rumor y la seca vegetación murmura una melodía ante el impulso de una leve pero constante brisa.

De la vecina montaña un grupo de ovejos se unen al concierto, que incluye también varios pichones de gorrión que comenzaban a dar señales de vida desde un árbol no muy lejano a nuestra ventana.

Ante aquel ajetreo musical abro los ojos y busco el paisaje exterior. Todavía el sueño invade mis párpados y el cuerpo aun siente el efecto de los tragos de aguardiente de la noche anterior.

Miro en lontananza y hacia el Este unos colores rojizos van apartando la oscuridad de la madrugada. Al parecer dominado más por la curiosidad de citadino que no quiere dejar fuera de evidencia ningún detalle de su visita al campo, me deslizo fuera de las sábanas de un solo salto, corro hacía el bolso, tomo mi cámara y me abalanzo fuera del dormitorio.

El campamento pioneril, que servía de hogar a nuestra visita audiovisual al municipio Imías, dormía, pero desde la cocina un olor a leña quemada y café mañanero indicaban que el habitual bullicio infantil que invade ese entorno retornaría con la claridad del nuevo día.

Me apresuro, no encuentro lugar indicado para congelar el paisaje, las baterías me indican que tengo que ser hábil y economizar oportunidades. Me acerco a los riscos, y veo tendida a mis pies la playa de Imías, que se alarga con su cubierta de arena buscando la misma dirección del cercano amanecer. Las olas la azotan sin resultado aparente.

Las penumbras han huido y un nuevo día irrumpe dejando al descubierto la silueta del entorno.

El sol ya inicia su periplo en el cielo. Ya no puedo esperar o se me va el instante, me pego al borde de las peñas, apunto rumbo al Este y reto a la suerte. Aquí va el resultado.

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