Eddie Rodríguez RodríguezFoto:Lorenzo Crespo Silveira

Ya es su profesión peligro y esfuerzo, pero nada como aquellos meses que integró la brigada cubana Henry Reeve que combatió el ébola en Liberia, asegura Eddie Rodríguez Rodríguez desde la distancia y el tiempo, pero sin olvido posible.

Primero técnico en enfermería, luego Licenciado. Baracoeso siempre, en sus más de 40 años sobre la tierra. “Lo llevo en la sangre, al paisaje, a la gente, a mi familia”, la cual, asegura, es muy unida: cumpleaños, fines de años, cosas buenas, malas, regulares asumidas como si fueran uno solo.

Esa es su fortaleza, me dice, y la voz le tiembla. Con el “pero” familiar se fue al África en octubre del 2014, pero era el “pero” de la preocupación, el “estás seguro” con el que quienes te aman apoyan tus decisiones aunque no salten de alegría.

La conversación, que grabo, transcurre nerviosa. “Debe ser la entrevista”, se excusa Eddie. No escapa la ironía de que ese hombre tenso ante la luz parpadeante de una grabadora, es el mismo de los seis meses en Liberia, enfrentado cada día a una de las enfermedades más mortíferas del mundo.

“Era diferente allá”, sostiene y no tengo otro remedio que darle la razón. Allá, me había adelantado, vio más muertes en una semana que en toda su vida, tanto vio que a estas alturas es un hombre sin miedos. Los que tenía, a flor de piel o alojados al fondo de su alma, en África quedaron.

Nada, ni los consejos, ni los protocolos, ni los profesores explicando la clínica terrible de la enfermedad emergida en 1976 en los territorios que hoy ocupan Sudán del Sur y la República Democrática del Congo, logran prepararte realmente para enfrentar el ébola.

“No entiendes cuán duro es, hasta que lo tienes delante. Clínica terrible -repite. El primer choque, empero, fue en Cuba. La preparación en el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí de La Habana mostró a un paciente sangrando por todos los orificios posibles.

Esa imagen, y la primera prueba de la escafandra que sería, la última frontera entre la vida y la muerte en el calor sofocante de Liberia; terminaron de sacudir la mata, de separar, del primer grupo de voluntarios, a los temerarios que finalmente partieron hacia la tierra madre de todos los seres.

Ya es su profesión peligro y esfuerzo. “El médico valora, diagnostica…, pero todas las técnicas, los procederes invasivos, los hace el enfermero. Canalizaciones de venas, sondas verticales, lavados, el trato con el paciente más directo”.

En el enfrentamiento al ébola, eran los enfermeros los titanes –hombres todos. “Íbamos con un protocolo estricto, sin procederes invasivos, pero llegamos a África y entendimos que sin vías endovenosas, que sin todos los hierros, no era posible salvar. Y salvamos”.

El contagio, en cada proceder, casi podía tocarse. Y tocar, en una enfermedad que se trasmite por todos los fluidos, sangre, orina, sudor, semen…, era un pasaje sin rumbo cierto que podía terminar en tu cuerpo enterrado lejos del cementerio de pueblo donde descansan los huesos de los tuyos.

Más de una vez, cuenta Eddie, tras regresar de la Zona Roja –como se denominó al área de atención a los enfermos-, ya en el hotel, sintió escalofríos y pensó que se acababa todo.

Y más aquel día. “La única sonda vertical que se pasó en Liberia, la hice yo. Era un paciente en estadio terminal. Tenía un globo vesical, ampollas en la piel y estaba muy deteriorado. Era imposible salvarlo. Lo sabía el médico. Lo sabía yo. Pero lo hicimos de todas maneras”.

Trato humanitario, lo llama él. No curar, simplemente. Medicina con alma la de los cubanos. “Llegamos a un país en toque de queda, el de mayor infestación de los tres afectados con la epidemia, y cambiamos todo. Convertimos un árbol cercano al centro médico en el Árbol de la Vida: cada ser salvado, una cinta de color en las ramas, que con las semanas iba llenándose de milagros, más de 300”.

Yo recuerdo esa historia contada en estas mismas páginas. Eddie no podrá olvidarlo nunca: hay una diferencia abismal entre la alegoría y la memoria reclavada en el cuerpo.

Todo lo dice el Hijo Ilustre, el hombre que ya en tierra reanudó el trabajo y ahora se ocupa de los chequeos en el Banco de sangre municipal, y el año pasado recibió la Llave de la Ciudad de Baracoa, una de las distinciones que otorga la Asamblea Municipal del Poder Popular. “Un orgullo grande, enorme, que me afinca más a mi ciudad, a mi municipio que se engalana”.

Le falta, no obstante, a su ciudad querida para ser la soñada. “Todavía necesita más engalanamiento, que siga la efervescencia de hoy, que le den vitalidad a los centros recreativos, centros para la juventud, y terminen el malecón, porque es parte de nuestros símbolos, y se han demorado demasiado”.

Pero el símbolo mayor, es el pueblo, “que colorea la naturaleza de Baracoa, mi ídolo”. El agradecimiento mayor, “al Comandante, al Ministerio de Salud, a mi familia, sin la cual no soy nada”.

Eso dice. Y no solo a mí. Eso responde a todo el que pregunta. “Porque desde que llegamos la gente me reconoce y se preocupa. He hecho mil veces la misma historia”, asegura. Y lo que la falta por contar, todavía.

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