En el centro escolar Eduardo René Chibás, de Felicidad de Yateras, una maestra reincorporada, todavía suma cuentas a una trayectoria profesional que comenzó hace 40 años

MaestraHoy, Griselda da clases a quinto grado, como parte de un colectivo de 42 maestros, muchos de ellos jóvenes. Foto: Leonel Escalona Furones

El médico, el ingeniero, la maestra, el campesino, el que se quedó a madurar raíces donde nació y el que se fue, tan cerca que alcanzan las carreteras, más lejos que el mar. Todos, o casi todos los que hoy viven en Felicidad de Yateras, pasaron por sus manos durante los últimos 40 años.

 

No es partera, aunque a cada uno, Griselsa Leliebre los parió a su modo, de esa manera tan peculiar en que un maestro puede llevarte a la luz. Por ellos sonríe, por ellos se levanta cada mañana, por ellos regresó a las aulas cuando, a juzgar por el calendario, ya le correspondía descansar.

 

“Y lo hice. En 2005 me jubilé y pasé un curso entero en mi casa. Tomé un respiro, cuidé mis animales, mi casa, visité  a la familia que no veía desde hace mucho, porque así como me ve nací en El Ramón de la Yagua, Santiago de Cuba”, me dice.

 

“Pero regresó…”, le replico sobre lo obvio y me confirma lo que ya sabía, incluso antes de preguntar: “Lo hice porque necesito levantarme todos los días temprano y estar a las ocho de la mañana frente a un aula, tener a mis alumnos, a cada uno de ellos, y porque Raúl me lo pidió”.

 

Es difícil imaginarla quieta, velando el latir de la calle desde un asiento, desde la pausada lejanía de quien todo hizo, y ahora le da turnos a la nostalgia. Más fácil la veo cumpliendo los quince lejos de casa, en La Habana de inicios de los setenta, donde se graduó como maestra primaria como muchas otras hijas de campesinos de aquellos tiempos, en la escuela Ana Betancourt.

 

Más bien “cuadrándose”, saludando como militar y pidiendo permiso para seguir a aquellas rigurosísimas mackarenko (sus maestras estudiaron en el entonces Instituto Pedagógico Makarenko, de La Habana) con las que se formó, o llegando nuevecita a La Cubana, donde convivió con los campesinos mientras daba clases en una escuelita para los niños de la localidad, así la veo.

 

A su vez, prefiere la viveza. Le gusta el niño atento, “que se adelanta, el despierto, el difícil, ese tan natural ahora porque los de antes, quizás porque no tuvieron los medios ni el progreso de hoy, eran más tranquilos”, aunque a nadie quiere menos.

 

Y me aclara, como quien responde una pregunta que no le hago pero cuelga sobre todos los maestros desde que la Carmela de Ernesto Daranas nos arrancara lágrimas y confesiones, que como la de ficción, ella tampoco cree que un niño sea lo suficientemente malo como para llegar a una escuela de Conducta.

 

“Un maestro, argumenta, y se lo digo a los jóvenes, debe tener mucho amor, mucha dedicación, mucha paciencia con los niños y eso implica no darse por vencido, entender la responsabilidad que tienes en la vida de otra persona, de muchas personas”.

 

Me habla entonces de Alejandro. Pequeño. Terrible. Difícil. Indomable. “Para casi todos, porque yo lo pedí. Eso fue en el 85. Él estaba entonces en quinto grado y yo fui a ver al director y le dije, dámelo, lo quiero. No lo podía creer pero me complació”.

 

“No fue fácil. Alejandro golpeaba, lanzaba cosas…, hasta una ocasión en que le hizo daño a una niña menor que él. Ese día lo llevé para un aula y cerré puertas y ventanas. Quítate la camisa, le dije, y ponla donde no se aje. Y ahora vamos a fajarnos, porque tú le das a todo el mundo, así que cuádrate y dame duro.

 

“Subió un poco los puños, y me miraba como preguntándose si yo sería capaz de levantarle la mano, hasta que bajó los brazos y me dijo que iba a cambiar. Él llorando. Llorando yo. Y así fue. Los viejos piensan todavía que le pegué o algo semejante”.

 

Hoy, afirma, vive en La Isla de la Juventud, y “puede pasarse cinco o seis años sin venir a Felicidad, que cuando lo hace me busca y me encuentra. Gracias maestra, me dice a estas alturas”.

 

Ese, agrega, es el mejor regalo y medicina como aquella vez en que llegó con un dolor de cabeza tremendo al Hospital de Guantánamo y en la consulta, la recibió una ex alumna. “Esta es mi maestra, me enseñó a leer y escribir. Es mi maestra Griselda, le decía a todo el mundo y me abrazaba, me besaba…, tanto que la dolencia se fue”, rememora.

 

Por eso, se va a jubilar cuando el cuerpo no la acompañe, o “cuando un maestro nuevo necesite de un puesto, porque ahí está el futuro, en los maestros de hoy, que ayudo, en los que vendrán y ocuparán mi lugar”.

 

Les deja a los que la sucederán, no obstante, un listón alto esta yaterana por derecho que, a sus 64 años, dice que cuando no esté, quiere ser recordaba como la maestra Griselda, así sin más, como si, realmente, hiciera falta un adjetivo.

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